En estas últimas
dos semanas se multiplicaron por los diversos espacios educativo-pastorales que
me toca habitar las celebraciones, espacios de reflexión o momentos de oración
en torno a la Semana Santa. Dentro de la diversidad de propuestas y de las
particularidades propias de cada grupo, me llamó la atención un denominador
común que atravesó a todas estas experiencias: la misteriosa y tantas veces
incomprensible experiencia del dolor.
Alumnos y alumnas
del colegio, pibes y pibas del oratorio, animadores y animadoras de los grupos
juveniles, docentes, directivos. Todos parecíamos estar traspasados por la
experiencia del sufrimiento. Al llegar esta semana tan especial para quienes
creemos, dónde tenemos la posibilidad de parar un poco la pelota y bucear en el
corazón para ver cómo andamos, muchas veces lo primero que sale a la luz es
aquello que nos está doliendo y qué no podemos terminar de descifrar o de darle
sentido.
Dentro de estas
propuestas, me conmovió profundamente poder leer o escuchar algunos de los
dolores de los pibes y las pibas más pobres y frágiles que forman parte de
muchos de nuestros espacios. Pobreza. Hambre. Hacinamiento. Viviendas
precarias. Violencia familiar. Abusos sexuales. Soledad. Padres o madres que no
están. Consumos problemáticos. Familiares o amigos que se mueren muy jóvenes a
causa de tantas injusticias por las que atraviesa nuestro país. Suicidios.
Precariedad de la salud. Tristeza. Miedo. Bronca. Deserción escolar. Madres
prostitutas. Vidas castigadas. Dolores que forman parte de la cotidianeidad de
nuestros chicos y chicas y que parecen muy difíciles de poder sanar.
Frente a un
escenario tan complejo, triste y desolador, podría ser muy fácil perder la
esperanza y sumergirse en el pesado mundo del pesimismo. Pareciera que nada
tiene solución, que nada se puede cambiar, que las cartas ya están echadas y no
hay vuelta atrás para revertir tanto dolor en vida de los chicos y de las
chicas. Dejarse vencer por la desesperanza es una opción fácilmente tentadora y
que muchas veces nos paraliza y no nos permite mirar más allá.
Sin embargo, en una
de las tantas celebraciones de las que les contaba, un signo que nos ayudaba a
rezar era prender el Cirio Pascual –signo de la vida de Jesús- en medio de un
teatro completamente a oscuras. Esa tenue luz encendida cambiaba el panorama.
En medio de la pesada oscuridad, se avizoraba una tenue pero clara luz. En
medio de la desolación, una presencia que nos ayudaba a ver y que nos marcaba
el camino. De repente, se abría la posibilidad de poder escabullirse de la
oscuridad para poder mirar con un poco más de seguridad.
Creo que un poco
así es la presencia del Dios de Jesús. Misteriosa, pero firme. Sencilla, pero
segura. Suave, pero amorosa. Que nos
indica un camino pero respeta la libertad de elegirlo o no. Que nos permite
mirar las cosas de otra manera. Que no se convierte en un escenario
espectacular, sino que aparece así: humilde, silenciosa, serena, pero
constante, fiel y aguantadora.
Creo también que
esa es la invitación que nos hace la resurrección. Que seamos luz en medio de
la oscuridad. Que seamos serenidad en medio de la tragedia. Que seamos amor en
medio del odio. Que seamos liberación en medio de la esclavitud. Que seamos
compasivos en medio del dolor. Que seamos camino en medio de las
incertidumbres. Y, sobre todo, que seamos vida y vida en abundancia, en medio
de las múltiples situaciones de muerte que todos los días del año le arruinan
la vida a los pibes y las pibas más vulnerables de la sociedad. Creo que es
posible vivir de otra manera y, sobre todo, creo que es posible que otros y
otras, que pibes y pibas, invadidos por la esclavitud de la injusticias,
también puedan vivir de otra manera.
Mauro
CULTURA DE BARRO
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