domingo, 2 de abril de 2017

Gustar y atravesar el desierto de la cuaresma.

No es fácil hablar del desierto, ya que lo primero que se viene a la cabeza es sed, sequedad, arena, calor, soledad, incertidumbre, caminos largos, médanos inquietos, silencio. Sin dudas que la experiencia de desierto resulta dura e inquietante. Cuaresma se presenta como el paso de Jesús por el desierto, y dicha experiencia se nos propone a todos los creyentes. Sin embargo, a la luz del Evangelio el desierto se resignifica, se vuelve un espacio/momento duro, pero siempre necesario para el encuentro privilegiado con Dios.

El desierto como espacio para re-enamorarnos de Dios.
Dice el libro de Oseas: “Yo la volveré a conquistar, la llevaré al desierto y allí le hablaré de amor” (Oseas 2, 16). En el texto habla de la necesidad que tiene Oseas de volver a enamorar a su amada, que lo ha traicionado, como el pueblo traicionó a Dios.
Desde esta mirada, el desierto se transforma en una experiencia necesaria para enamorarse o re-enamorarse de Dios, se presenta como lugar/momento para escuchar un susurro de amor, para experimentar una caricia de Dios, para experimentar su abrazo de Padre y Madre. En el desierto, lejos de muchas “distracciones”, uno puede afinar los sentidos y dar espacio al encuentro personal con Dios Amor. Así como cualquier matrimonio o pareja necesita espacios personales, de intimidad y cariño para re-enamorarse continuamente, el desierto se transforma en lugar para el encuentro personal y cara a cara con Dios Amor.

El desierto como experiencia de escucha de Dios.
Un fragmento del primer libro de los Reyes narra: “Elías tuvo miedo y huyó para salvar su vida (…) Caminó por el desierto todo un día y se sentó bajo un árbol (…) Entonces se le dijo: “Sal fuera y permanece en el monte, esperando a Yavé; pues Yavé va a pasar”. Vino primero un huracán tan violento que hundía los cerros y quebraba las rocas delante de Yavé. Pero Yavé no estaba en el huracán. Después hubo un terremoto, pero Yavé no estaba en el terremoto. Después brilló un rayo, pero Yavé no estaba en el rayo. Y después del rayo se sintió el murmullo de una suave brisa. Al oírla, Elías se cubrió el rostro con su manto, salió y se quedó de pie a la entrada de la gruta. Entonces le llegó una voz, que decía: «¿Qué haces aquí, Elías” (1 Reyes 19, 1-13)
Vale la pena leer el texto entero, donde se lo ve a Elías disparar al desierto lleno de miedo porque quieren matarlo. Allí un Ángel lo despierta y lo invita a comer y beber para esperar el paso de Dios. Elías espera y se sorprende que Dios no esté en apariciones aparatosas o ruidosas, sino en el murmullo de una suave brisa.
Desde esta clave se vuelve necesario acallar tanto ruido, tantos discursos vacíos, tanto “bla, bla, bla” estéril y violento, para afinar los oídos y escuchar la voz de Dios que pasa en la suave brisa. Aturdidos por los gritos de la violencia, de las injusticias, de discursos vacíos, por tanta publicidad engañosa, se vuelve necesario sintonizar la frecuencia que nos conecta con esa brisa suave que nos saca de la alienación y nos devuelve al Centro, a lo más importante.

El desierto como lugar para afirmar, palpar y ver a Dios.
En el Evangelio de Mateo, se narra como el Espíritu Santo empuja a Jesús al desierto, para dar paso a la escena de las tentaciones: “Luego el Espíritu Santo condujo a Jesús al desierto para que fuera tentado por el diablo” (Mt. 4, 1-11). La escena de las tentaciones de Jesús es bien conocida por todos, por lo cual desde esta mirada, el desierto se vuelve un espacio para reafirmar la presencia de Dios, pero no solo para eso, sino para palparlo y ver su acción concreta en la vida.
El Espíritu conduce a Jesús al desierto, un lugar negado y donde uno no quisiera estar, por lo cual podemos pensar que el Espíritu hoy nos conduce a las barriadas, desiertos en medio de la ciudad, negados, tapados con gigantes muros e invisibilizados. Allí aparecen las tentaciones de salir corriendo, de no sentir el dolor de la gente, de ser inmune ante la violencia ejercida hacia los pibes y las pibas de los barrios, de ser ajeno al mercado sucio y asesino del narcotráfico, entre otras, sin pensar que la barriada es oportunidad de afirmar la presencia de Dios.
El Dios que eligió hacerse hombre en el rancho, entre los pobres y olvidados, se nos muestra allí de manera privilegiada para palparlo y verlo. Pero no se trata solo de una contemplación, de un sentimiento, de una seguridad, porque Jesús no se queda en el desierto, sino que vuelve con toda la fuerza para poner manos a la obra en una praxis liberadora de su pueblo. Por ende, el desierto se vuelve espacio para reafirmar la presencia de Dios y comprometerse en la tarea liberadora.

Para seguir pensando: 

o   ¿En qué desiertos Dios me llama, me habla y me invita a renovar mi compromiso con Él?

Emiliano

CULTURA DE BARRO


2 comentarios:

  1. una vez hace un tiempo, en otra Cuaresma, escribí esto. Lo comparto:

    http://levantarlamirada.blogspot.com.ar/2014/03/ser-desierto.html

    Mientras tanto me llevo para la rumia la pregunta del final,luego de haber leído todo. Abrazo! Gracia spor lo que van compartiendo por acá.


    ResponderBorrar
  2. ¡Gracias por seguir compartiendo juntos Analía!... por seguir encauzando búsquedas comunes! Un abrazo!

    ResponderBorrar