No es fácil hablar del
desierto, ya que lo primero que se viene a la cabeza es sed, sequedad, arena,
calor, soledad, incertidumbre, caminos largos, médanos inquietos, silencio. Sin
dudas que la experiencia de desierto resulta dura e inquietante. Cuaresma se
presenta como el paso de Jesús por el desierto, y dicha experiencia se nos
propone a todos los creyentes. Sin embargo, a la luz del Evangelio el desierto
se resignifica, se vuelve un espacio/momento duro, pero siempre necesario para
el encuentro privilegiado con Dios.
El desierto como espacio para
re-enamorarnos de Dios.
Dice el libro de Oseas: “Yo la volveré a conquistar, la llevaré al
desierto y allí le hablaré de amor” (Oseas 2, 16). En el texto habla de la
necesidad que tiene Oseas de volver a enamorar a su amada, que lo ha
traicionado, como el pueblo traicionó a Dios.
Desde esta mirada, el desierto
se transforma en una experiencia necesaria para enamorarse o re-enamorarse de
Dios, se presenta como lugar/momento para escuchar un susurro de amor, para
experimentar una caricia de Dios, para experimentar su abrazo de Padre y Madre.
En el desierto, lejos de muchas “distracciones”, uno puede afinar los sentidos y
dar espacio al encuentro personal con Dios Amor. Así como cualquier matrimonio
o pareja necesita espacios personales, de intimidad y cariño para re-enamorarse
continuamente, el desierto se transforma en lugar para el encuentro personal y
cara a cara con Dios Amor.
El desierto como experiencia de
escucha de Dios.
Un fragmento del primer libro de
los Reyes narra: “Elías tuvo miedo y huyó
para salvar su vida (…) Caminó por el desierto todo un día y se sentó bajo un
árbol (…) Entonces se le dijo: “Sal fuera y permanece en el monte, esperando a
Yavé; pues Yavé va a pasar”. Vino primero un huracán tan violento que hundía
los cerros y quebraba las rocas delante de Yavé. Pero Yavé no estaba en el
huracán. Después hubo un terremoto, pero Yavé no estaba en el terremoto.
Después brilló un rayo, pero Yavé no estaba en el rayo. Y después del rayo se
sintió el murmullo de una suave brisa. Al oírla, Elías se cubrió el rostro con su manto, salió y se quedó de pie a la entrada de la gruta. Entonces le llegó una voz, que decía: «¿Qué haces aquí, Elías” (1 Reyes 19, 1-13).
Vale la pena
leer el texto entero, donde se lo ve a Elías disparar al desierto lleno de
miedo porque quieren matarlo. Allí un Ángel lo despierta y lo invita a comer y
beber para esperar el paso de Dios. Elías espera y se sorprende que Dios no esté
en apariciones aparatosas o ruidosas, sino en el murmullo de una suave brisa.
Desde esta clave se vuelve
necesario acallar tanto ruido, tantos discursos vacíos, tanto “bla, bla, bla”
estéril y violento, para afinar los oídos y escuchar la voz de Dios que pasa en
la suave brisa. Aturdidos por los gritos de la violencia, de las injusticias,
de discursos vacíos, por tanta publicidad engañosa, se vuelve
necesario sintonizar la frecuencia que nos conecta con esa brisa suave que nos
saca de la alienación y nos devuelve al Centro, a lo más importante.
El desierto como lugar para
afirmar, palpar y ver a Dios.
En el Evangelio de Mateo, se
narra como el Espíritu Santo empuja a Jesús al desierto, para dar paso a la
escena de las tentaciones: “Luego el
Espíritu Santo condujo a Jesús al desierto para que fuera tentado por el
diablo” (Mt. 4, 1-11). La escena de las tentaciones de Jesús es bien
conocida por todos, por lo cual desde esta mirada, el desierto se vuelve un
espacio para reafirmar la presencia de Dios, pero no solo para eso, sino para
palparlo y ver su acción concreta en la vida.
El Espíritu conduce a Jesús al
desierto, un lugar negado y donde uno no quisiera estar, por lo cual podemos
pensar que el Espíritu hoy nos conduce a las barriadas, desiertos en medio de
la ciudad, negados, tapados con gigantes muros e invisibilizados. Allí aparecen
las tentaciones de salir corriendo, de no sentir el dolor de la gente, de ser
inmune ante la violencia ejercida hacia los pibes y las pibas de los barrios,
de ser ajeno al mercado sucio y asesino del narcotráfico, entre otras, sin
pensar que la barriada es oportunidad de afirmar la presencia de Dios.
El Dios que eligió hacerse
hombre en el rancho, entre los pobres y olvidados, se nos muestra allí de
manera privilegiada para palparlo y verlo. Pero no se trata solo de una
contemplación, de un sentimiento, de una seguridad, porque Jesús no se queda en
el desierto, sino que vuelve con toda la fuerza para poner manos a la obra en
una praxis liberadora de su pueblo. Por ende, el desierto se vuelve espacio
para reafirmar la presencia de Dios y comprometerse en la tarea liberadora.
Para seguir pensando:
o ¿En
qué desiertos Dios me llama, me habla y me invita a renovar mi compromiso con
Él?
Emiliano
CULTURA DE BARRO
una vez hace un tiempo, en otra Cuaresma, escribí esto. Lo comparto:
ResponderBorrarhttp://levantarlamirada.blogspot.com.ar/2014/03/ser-desierto.html
Mientras tanto me llevo para la rumia la pregunta del final,luego de haber leído todo. Abrazo! Gracia spor lo que van compartiendo por acá.
¡Gracias por seguir compartiendo juntos Analía!... por seguir encauzando búsquedas comunes! Un abrazo!
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