Hace tiempo, mediante la
globalización que no para de generar nuevas costumbres, hacer desaparecer
otras e impone continuamente nuevas formas de comunicarnos, conectarnos o
relacionarnos, apareció la selfie como forma de registrar lo que uno va
haciendo e inmortalizar algunos momentos de la vida. Antes, estábamos acostumbrados
a parar algún desprevenido que pasaba por la calle y pedir que nos saque una
foto, posábamos en grupo, centrábamos la cámara y activábamos. Ahora, con la
selfie, no hace falta un tercero que tome la foto (hasta bastones para selfie
existen). No se trata de acomodar la gente para que salga bien la foto, sino
que todos se ubican alrededor de uno, que se vuelve el centro de todas las fotos:
yo en el medio, el resto se acomoda como puede, pero todos alrededor mío.
No se quiere cuestionar esta
práctica, que tiene grandes beneficios y se torna divertido muchas veces, pero
ahora queremos proponer una mirada alternativa, recuperando una función que
pasó de moda: la foto panorámica. Sin querer, la selfie nos va
haciendo perder esa mirada panorámica que observa en todos los sentidos, nos
encierra en una mirada personal, narcisista, centrada en lo que uno quiere ver
y mostrar, sectorizando la realidad en un cuadro pequeño.
Mirar la realidad desde una
selfie implica achicarla y sectorizarla, salir de una mirada con “foco” amplio
para hacer un recorte de todo lo que acontece alrededor nuestro. Ese enfocar
pequeño suele cerrarse en un paisaje bonito, cerca de alguna celebridad, entre
otras cosas, donde no queda espacio para lo oscuro, lo “feo”, lo que no se
quiere observar o mostrar. En el caso de las fotos panorámicas no existe esa
posibilidad, porque necesariamente hay que dar una vuelta 360°, donde todo
queda adentro, lo lindo y lo no tanto, lo que despierta alegría y lo que duele,
la justicia y la injusticia, las sonrisas y los llantos. La realidad se muestra
desnuda, completa y no parcializada.
Llevando esta moda hacia
atrás, podemos pensar que los fariseos con quienes Jesús discutía eran expertos
en selfies, cerrándose solamente en la actividad del templo y la observancia
estricta de la ley… La foto de la realidad que ellos tenían era cerrada y
parcial, cerrada en sus propios intereses, viviendo una fe de pura palabrería,
fe estéril e incompleta. Hoy podemos pensar en espiritualidades cerradas que se
tornan fundamentalistas y se preocupan más por defender la ley a rajatabla, que
por las personas que necesitan encontrarse con el abrazo misericordioso de
Dios, se preocupan más por juzgar y echar “gente indigna”, en lugar de poner a
la iglesia en salida como continuamente nos desafía el Papa Francisco.
Por otro lado, quizás más en
la realidad, podemos encontrar espiritualidades encerradas en un activismo
igual de cerrado que lo anterior, donde el compromiso social no es puente para
el encuentro con Dios, ni respuesta a un llamado, y se convierte en ese tan
detestable “turismo villero”, donde ir al barrio es para sacarse una foto y
mostrar “lo bueno que soy”. Podemos pensar que se suman a este grupo unos
tantos personajes que pisan la barriada solo para hacer un poco de
“clientelismo político”, sacar un par de selfies y demostrar su “compromiso”
(fotográfico y discursivo) con los últimos.
Es un desafío siempre nuevo,
como en muchos artículos anteriores hemos propuesto, encontrar una
espiritualidad de aguas profundas, donde nuestro compromiso social asiente sus
raíces en el encuentro personal con Dios que nos espera en las barriadas. Qué bueno sería que si vamos a
sacar una selfie, cambiemos esos paisajes cómodos, e intentemos que el centro
sean los pobres, y todo el resto podamos acomodarnos ahí al lado, recordando al
mártir “San Romero de América”, cuando afirmaba completando una vieja frase de
San Juan de la Cruz: “la gloria de Dios es que el pobre viva”.
Ojalá podamos activar el modo
panorámico, que nos permita salir de nosotros mismos, salir de espiritualidades
cerradas y con los pies en el aire, para descubrir la realidad que rompe con
las selfies, que es más compleja que un recuadro, que grita y duele ahí donde
el flash no llega y la oscuridad del dolor inocente nubla la imagen.
Emiliano
CULTURA DE BARRO
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