jueves, 10 de noviembre de 2016

En tiempos de selfies, activar las panorámicas.

Hace tiempo, mediante la globalización que no para de generar nuevas costumbres, hacer desaparecer otras e impone continuamente nuevas formas de comunicarnos, conectarnos o relacionarnos, apareció la selfie como forma de registrar lo que uno va haciendo e inmortalizar algunos momentos de la vida. Antes, estábamos acostumbrados a parar algún desprevenido que pasaba por la calle y pedir que nos saque una foto, posábamos en grupo, centrábamos la cámara y activábamos. Ahora, con la selfie, no hace falta un tercero que tome la foto (hasta bastones para selfie existen). No se trata de acomodar la gente para que salga bien la foto, sino que todos se ubican alrededor de uno, que se vuelve el centro de todas las fotos: yo en el medio, el resto se acomoda como puede, pero todos alrededor mío.

No se quiere cuestionar esta práctica, que tiene grandes beneficios y se torna divertido muchas veces, pero ahora queremos proponer una mirada alternativa, recuperando una función que pasó de moda: la foto panorámica. Sin querer, la selfie nos va haciendo perder esa mirada panorámica que observa en todos los sentidos, nos encierra en una mirada personal, narcisista, centrada en lo que uno quiere ver y mostrar, sectorizando la realidad en un cuadro pequeño.

Mirar la realidad desde una selfie implica achicarla y sectorizarla, salir de una mirada con “foco” amplio para hacer un recorte de todo lo que acontece alrededor nuestro. Ese enfocar pequeño suele cerrarse en un paisaje bonito, cerca de alguna celebridad, entre otras cosas, donde no queda espacio para lo oscuro, lo “feo”, lo que no se quiere observar o mostrar. En el caso de las fotos panorámicas no existe esa posibilidad, porque necesariamente hay que dar una vuelta 360°, donde todo queda adentro, lo lindo y lo no tanto, lo que despierta alegría y lo que duele, la justicia y la injusticia, las sonrisas y los llantos. La realidad se muestra desnuda, completa y no parcializada.

Llevando esta moda hacia atrás, podemos pensar que los fariseos con quienes Jesús discutía eran expertos en selfies, cerrándose solamente en la actividad del templo y la observancia estricta de la ley… La foto de la realidad que ellos tenían era cerrada y parcial, cerrada en sus propios intereses, viviendo una fe de pura palabrería, fe estéril e incompleta. Hoy podemos pensar en espiritualidades cerradas que se tornan fundamentalistas y se preocupan más por defender la ley a rajatabla, que por las personas que necesitan encontrarse con el abrazo misericordioso de Dios, se preocupan más por juzgar y echar “gente indigna”, en lugar de poner a la iglesia en salida como continuamente nos desafía el Papa Francisco.

Por otro lado, quizás más en la realidad, podemos encontrar espiritualidades encerradas en un activismo igual de cerrado que lo anterior, donde el compromiso social no es puente para el encuentro con Dios, ni respuesta a un llamado, y se convierte en ese tan detestable “turismo villero”, donde ir al barrio es para sacarse una foto y mostrar “lo bueno que soy”. Podemos pensar que se suman a este grupo unos tantos personajes que pisan la barriada solo para hacer un poco de “clientelismo político”, sacar un par de selfies y demostrar su “compromiso” (fotográfico y discursivo) con los últimos.

Es un desafío siempre nuevo, como en muchos artículos anteriores hemos propuesto, encontrar una espiritualidad de aguas profundas, donde nuestro compromiso social asiente sus raíces en el encuentro personal con Dios que nos espera en las barriadas. Qué bueno sería que si vamos a sacar una selfie, cambiemos esos paisajes cómodos, e intentemos que el centro sean los pobres, y todo el resto podamos acomodarnos ahí al lado, recordando al mártir “San Romero de América”, cuando afirmaba completando una vieja frase de San Juan de la Cruz: “la gloria de Dios es que el pobre viva”.


Ojalá podamos activar el modo panorámico, que nos permita salir de nosotros mismos, salir de espiritualidades cerradas y con los pies en el aire, para descubrir la realidad que rompe con las selfies, que es más compleja que un recuadro, que grita y duele ahí donde el flash no llega y la oscuridad del dolor inocente nubla la imagen. 

Emiliano

CULTURA DE BARRO


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