En muchas de las reflexiones y
búsquedas que compartimos en este espacio hemos insistido acerca de la
imperante necesidad de recuperar la acción política y social cómo dimensión constitutiva
de nuestra fe y de nuestra praxis pastoral. No necesitamos de precisos estudios
sociológicos ni de magistrales tratados de teología para reconocer qué, si de
verdad queremos apostar por construir el Reino de Dios, –es decir, un mundo más
humano, más justo y más digno para todos los hombres y mujeres que lo habitan-
en el barro cotidiano de nuestra existencia, no alcanzan las acciones aisladas,
la caridad descomprometida, el dar lo que me sobra ni mucho menos cumplir con
alguna obra de misericordia de vez en cuando para tranquilizar mi conciencia.
Francisco lo dice con claridad en
su Evangelii Gaudium: “Mientras no se resuelvan radicalmente los
problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y
de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la
inequidad no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún
problema” (n° 173). También había intuido esta realidad Benedicto XVI,
cuándo en 2007 hablaba a los miembros del cuerpo diplomático del Vaticano: “resulta urgente eliminar las causas
estructurales de las disfunciones de la economía mundial”.
Esta invitación, en evidente
sintonía con la propuesta del Evangelio, nos empuja a los cristianos y las
cristianas a poner el cuerpo en espacios muchas veces desconocidos y tantas veces teñidos de desconfianza y de sospecha: la política partidaria, las
organizaciones populares, las redes de trabajo sociales, la participación en
organismos convocados por el Estado cómo puede ser un Consejo de Niñez, las
mesas de trabajo. La participación en estas propuestas se vuelve cada día más
urgente en función de lo dificultosa que se va tornando la cotidianeidad en las
barriadas de nuestro país. Es evidente que la caridad esporádica de obligación
ya no alcanza y que no responder a esta invitación de Francisco de sumergirnos
en el mundo de las estructuras y los sistemas que reproducen la pobreza es ser ciegos a la lectura de los signos de los tiempos a la luz de la fe.
Ahora bien, meternos de lleno en
estos espacios nos sumerge en una tentación qué es la misma que sufren los
mismos que hoy en día –y siempre-
tienen a cargo las decisiones más importantes de la vida de nuestro país:
transformarnos en especialistas en números, en grandes conocedores de la
realidad de nuestros barrios –aunque nada
transformadores-, en opinólogos
expertos en todo o incluso convertirnos en sujetos utilitaristas, que usan la
condición de vulnerabilidad de otros para posicionarse personalmente.
Ante esta posibilidad que es muy
real, creo que el Evangelio de hoy es de esas Palabras que nos invitan a estar
siempre atentos y nos regalan una clave que nunca debemos perder los
cristianos, sobre todo cuando estamos metidos en espacios de orden más
“estructural” o de “macroacción”: Nunca debemos perder la actitud del Buen
Samaritano (Lc. 10, 19-37). Podemos discutir mucho para intentar transformar el mundo, pero
siempre con la mirada y la acción puesta en el que sufre. Podemos pensar
grandes proyectos, pero siempre compadeciéndonos del que está tirado al borde
del camino. Podemos soñar con muchas cosas para la vida de los pibes y de las
pibas, pero siempre embarrados en sus cotidianeidades e intentando curar sus
heridas.
Ojalá que nunca perdamos la
simpleza y lo concreto del Buen Samaritano. Ojalá que siempre seamos capaces de
ver, compadecernos y comprometernos.
Ojalá que siempre tengamos los pies metidos en el barro. Al menos creemos que
ésta es la propuesta que nos dejó Jesús para los que los queremos seguir. No es
“por los pibes” sino “desde y con los pibes”. No es para los más pobres, sino
“desde y con los más pobres”. No son sólo acciones estructurales ni tampoco
individualidades esporádicas. Es una tensión constante que nos alimenta a
transformar las estructuras interpelados por lo que vivimos en el laburo
cotidiano.
José María Mardones, sociólogo
español, nos dicen en su libro “Fe y política”
que para lograr esta articulación: “El primer paso es abrirse a la realidad y
ponerse en estrecho contacto con el mundo social de la pobreza y dejarse
interpelar. No dar un rodeo –cómo los profesionales de la religión del buen
samaritano- y escapar de esa realidad”. Sólo así podemos entender al otro como
sujeto protagonista de transformación y no como mero destinatario. Nos dice
Mardones que “Así, se descubre la importancia de las bases para un cambio
social verdaderamente humanizante. Al mismo tiempo, se profundiza esta opción
desde la experiencia gozosa del compromiso por el Reino de Dios, donde la causa
de los pobres es la causa del mismo Dios”.
Para terminar estas líneas, podemos volver al buen samaritano.
¿Quiénes nos enseñan a actuar así? En la época de Jesús, los samaritanos. Cismáticos,
herejes y separados de la verdadera religión. ¿Quiénes serían hoy? ¿Un enfermo
de Sida? ¿Un transexual? ¿Ese que juzgamos como negro de mierda y lo mataríamos
porque se robó un celular? Entrar en contacto con los más vulnerables hace
salir a la luz una de las grandes riquezas de nuestra fe cristiana: aquel al
que nosotros supuestamente vamos a ayudar, nos ayuda, nos convierte y es quién
nos interpela a construir cada día una sociedad mejor.
Ojalá que nunca dejemos de vivir
compasivos y con pasión.
Mauro
CULTURA DE BARRO
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