lunes, 3 de octubre de 2016

Compasivos, con pasión.

En muchas de las reflexiones y búsquedas que compartimos en este espacio hemos insistido acerca de la imperante necesidad de recuperar la acción política y social cómo dimensión constitutiva de nuestra fe y de nuestra praxis pastoral. No necesitamos de precisos estudios sociológicos ni de magistrales tratados de teología para reconocer qué, si de verdad queremos apostar por construir el Reino de Dios, –es decir, un mundo más humano, más justo y más digno para todos los hombres y mujeres que lo habitan- en el barro cotidiano de nuestra existencia, no alcanzan las acciones aisladas, la caridad descomprometida, el dar lo que me sobra ni mucho menos cumplir con alguna obra de misericordia de vez en cuando para tranquilizar mi conciencia.

Francisco lo dice con claridad en su Evangelii Gaudium:Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema” (n° 173). También había intuido esta realidad Benedicto XVI, cuándo en 2007 hablaba a los miembros del cuerpo diplomático del Vaticano: “resulta urgente eliminar las causas estructurales de las disfunciones de la economía mundial”.

Esta invitación, en evidente sintonía con la propuesta del Evangelio, nos empuja a los cristianos y las cristianas a poner el cuerpo en espacios muchas veces desconocidos y tantas veces teñidos de desconfianza y de sospecha: la política partidaria, las organizaciones populares, las redes de trabajo sociales, la participación en organismos convocados por el Estado cómo puede ser un Consejo de Niñez, las mesas de trabajo. La participación en estas propuestas se vuelve cada día más urgente en función de lo dificultosa que se va tornando la cotidianeidad en las barriadas de nuestro país. Es evidente que la caridad esporádica de obligación ya no alcanza y que no responder a esta invitación de Francisco de sumergirnos en el mundo de las estructuras y los sistemas que reproducen la pobreza es ser ciegos a la lectura de los signos de los tiempos a la luz de la fe.

Ahora bien, meternos de lleno en estos espacios nos sumerge en una tentación qué es la misma que sufren los mismos que hoy en día –y siempre- tienen a cargo las decisiones más importantes de la vida de nuestro país: transformarnos en especialistas en números, en grandes conocedores de la realidad de nuestros barrios –aunque nada transformadores-, en opinólogos expertos en todo o incluso convertirnos en sujetos utilitaristas, que usan la condición de vulnerabilidad de otros para posicionarse personalmente.

Ante esta posibilidad que es muy real, creo que el Evangelio de hoy es de esas Palabras que nos invitan a estar siempre atentos y nos regalan una clave que nunca debemos perder los cristianos, sobre todo cuando estamos metidos en espacios de orden más “estructural” o de “macroacción”: Nunca debemos perder la actitud del Buen Samaritano (Lc. 10, 19-37). Podemos discutir mucho para intentar transformar el mundo, pero siempre con la mirada y la acción puesta en el que sufre. Podemos pensar grandes proyectos, pero siempre compadeciéndonos del que está tirado al borde del camino. Podemos soñar con muchas cosas para la vida de los pibes y de las pibas, pero siempre embarrados en sus cotidianeidades e intentando curar sus heridas.

Ojalá que nunca perdamos la simpleza y lo concreto del Buen Samaritano. Ojalá que siempre seamos capaces de ver, compadecernos y comprometernos. Ojalá que siempre tengamos los pies metidos en el barro. Al menos creemos que ésta es la propuesta que nos dejó Jesús para los que los queremos seguir. No es “por los pibes” sino “desde y con los pibes”. No es para los más pobres, sino “desde y con los más pobres”. No son sólo acciones estructurales ni tampoco individualidades esporádicas. Es una tensión constante que nos alimenta a transformar las estructuras interpelados por lo que vivimos en el laburo cotidiano.

José María Mardones, sociólogo español, nos dicen en su libro “Fe y política” que para lograr esta articulación: “El primer paso es abrirse a la realidad y ponerse en estrecho contacto con el mundo social de la pobreza y dejarse interpelar. No dar un rodeo –cómo los profesionales de la religión del buen samaritano- y escapar de esa realidad”. Sólo así podemos entender al otro como sujeto protagonista de transformación y no como mero destinatario. Nos dice Mardones que “Así, se descubre la importancia de las bases para un cambio social verdaderamente humanizante. Al mismo tiempo, se profundiza esta opción desde la experiencia gozosa del compromiso por el Reino de Dios, donde la causa de los pobres es la causa del mismo Dios”.

Para terminar estas líneas, podemos volver al buen samaritano. ¿Quiénes nos enseñan a actuar así? En la época de Jesús, los samaritanos. Cismáticos, herejes y separados de la verdadera religión. ¿Quiénes serían hoy? ¿Un enfermo de Sida? ¿Un transexual? ¿Ese que juzgamos como negro de mierda y lo mataríamos porque se robó un celular? Entrar en contacto con los más vulnerables hace salir a la luz una de las grandes riquezas de nuestra fe cristiana: aquel al que nosotros supuestamente vamos a ayudar, nos ayuda, nos convierte y es quién nos interpela a construir cada día una sociedad mejor.


Ojalá que nunca dejemos de vivir compasivos y con pasión.

Mauro

CULTURA DE BARRO


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