lunes, 8 de agosto de 2016

Lo cotidiano se vuelve un rezo constante

En este último texto sobre la necesidad de la oración, nos parece importante traer un comentario que se repite a diario entre docentes, educadores, animadores: “con la realidad jodida de estos pibes te vas y no volvés nunca más, o te hacés una coraza de piedra para aguantártela, no hay otra salida”. Es admirable la capacidad de generar una coraza y no irse ante el sufrimiento, sin embargo estamos llamados a tener un corazón permeable ante el dolor y desde el diálogo con Dios aprender a resignificarlo y transformarlo: “Les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ez. 36, 26). 


No podemos acostumbrarnos al dolor, a la injusticia, a las condiciones inhumanas de vida a las cuales son condenados muchos hermanos nuestros, a la droga que mata y es un genial negocio de gente vestida con saco y corbata, a la privatización de los derechos elementales, a la muerte porque sí nomás, al hambre que es un crimen, a la corrupción que ni siquiera sonroja a ningún político, entre otras cosas que vivimos a diario.

Necesitamos romper las corazas de piedra que se van armando con el paso de tiempo, necesitamos pedir continuamente y con confianza un corazón de carne, un corazón permeable ante el dolor de nuestra gente, que se conmueva ante el hermano que más necesita. El dolor, el grito y el llanto de los inocentes deben conmovernos nuestras entrañas, deben sacudirnos y no dejarnos ilesos. 

En la medida que vamos dejando invadir nuestro corazón por la presencia de Dios y por la realidad de nuestro pueblo, toda nuestra vida, nuestra historia, nuestra mirada, nuestro mundo se va tiñendo de otro color, dejamos de mirar superficialmente la vida y entramos en una sintonía más profunda. Nos empiezan a conmover los gestos de vida que surgen a nuestro alrededor, nos volvemos sensibles ante la esperanza de una madre que lucha para criar a sus hijos, nos alegra un pibe que lucha contra las drogas y se levanta con fuerzas luego de una recaída, nos sentimos amados por Dios cuando alguno te dice “gracias por todo”, nos enerva la sangre ver que son muchos los que tienen tan poco y muy pocos lo que tienen mucho, nos lástima que la vida les duela a tanta gente… En definitiva, empezamos a sintonizar con el corazón del Buen Pastor, que no se conforma con que 99 de sus ovejas anden bien, sino que sale corriendo a buscar a la número 100 que está sufriendo y se encuentra perdida. 

Basta pensar en Don Bosco y su experiencia de oración. Visita la cárcel y se conmueve, reza, se propone ser una mano amiga para que los pibes no lleguen allí, vuelve a rezar, piensa el oratorio, descubre que son casi todos analfabetos, reza, propone una escuela, no hay hogar, reza, propone una casa, y así… Su oración está cargada de una sensibilidad de Buen Pastor, que no se queda en la bronca, el llanto, la alegría, entre otros sentimientos siempre pasajeros, sino que se acompaña del compromiso con la vida del otro, el compromiso de ayudarlo y mostrarle la presencia cercana de Dios Padre y Madre. Es su oración y su fuerte experiencia de Dios la que lo hace afirmar: “¡Por ustedes trabajo, estudio, vivo, por ustedes estoy dispuesto a dar mi vida!”, “¡Hasta mi último aliento daré por ustedes!”.

Lo suyo no es filantropía, lo suyo no es voluntarismo, lo suyo no es puro compromiso social… Lo suyo es experiencia profunda de Dios que no se queda en el chamuyo sino que se hace carne. ¿Cómo podemos pensar que nuestro apostolado se sostiene sin una oración confiada y siempre nueva? Si dejamos que todo descanse en nuestros hombros, ante la primera dificultad se cae, ante la primera puteada, ante el primer fracaso, ante el primer robo, ante la primera ignorada mal, ante el desorden… En cambio, si ponemos todo confiadamente en las manos de Dios, sabemos de antemano que contamos con la ayuda del que nunca nos deja en banda…

Lo cotidiano se vuelve un rezo… No hace falta tanto espamento ni preparación. Un pibe en una esquina nos hace decir “Tata Dios acompañale”, una imagen de esas que duelen en la ciudad nos hacen rezar un Ave María mientras caminamos, un miedo que aparece nos hace rezar un Padre Nuestro confiado, algo que nos alegra despierta en nosotros rezar un Gloria o simplemente exclamar por dentro un “¡Gracias Señor!”. La vida misma nos hace ir un rato a la capilla, a sentarnos delante del Santísimo y confiar todo lo que vamos viviendo, nos hace ir a misa a celebrar nuestra fe en comunidad, nos hace sentarnos en casa a desempolvar la Biblia y leer algún texto. Esa es nuestra oración, la de todos los días, la de lo cotidiano. ¡Animáte! 


Pistas para seguir creciendo:


  • Formar un corazón de Buen Pastor, permeable al sufrimiento, pero confiado.
  • ¡Que la vida misma se vuelva oración!


Recopilemos las pistas de los anteriores textos:
  • Necesitamos ser personas orantes… La oración es nuestro aire, nos empuja, nos anima. 
  • Nuestra oración parte de la realidad, la de todos los días, de lo cotidiano. ¡Ahí está Dios! 
  • Estamos llamados a bajar al encuentro de Dios… El habita entre nosotros. 
  • Oración llena de rostros, historias, situaciones, nombres y apellidos. 
  • La oración hunde sus raíces en la realidad, conecta con la vida, con la historia… 
  • Aprender de la fe sencilla de la gente… ¡Dios es Padre y Madre! 
  • Formar un corazón de Buen Pastor, permeable al sufrimiento, pero confiado. 
  • ¡Que la vida misma se vuelva oración!


Emiliano

CULTURA DE BARRO





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