Transcurre la noche y entre mate y mate me siento a tratar de ponerle palabras a todo lo que anda rondando en mi corazón desde la madrugada de ayer. Les confieso que un cúmulo de sensaciones encontradas me atraviesa mientras voy intentando dar forma a estas líneas. Indignación. Bronca. Preocupación. Dolor -sobre todo por los amigos y amigas en común consternados por esta aberración-. Miedo. Incertidumbre. Preguntas. Muchas preguntas. Escasas respuestas.
También les soy sincero y les
digo que me cuestioné muchísimo acerca de compartir en este querido espacio de
Cultura de Barro algunas palabras o no. Por un lado siento la obligación de que
así debe de ser: tenemos que decir algo, no podemos quedarnos con los brazos
cruzados, esto no puede hacer que permanezcamos en la indiferencia. Ante
situaciones como esta, la dimensión profética de nuestra fe tiene que estar más
presente que nunca. Por otro lado, la complejidad de la situación, el misterio
del dolor y la entrañable sensibilidad del tema me tientan a no decir nada. Soy
consciente de que es una cuestión muy jodida, de que hay una vida que se
perdió, de qué hay un crimen de por medio, de qué seguramente todos tengamos
sensaciones y posturas muy diversas ante el tema. Pero opto por decir algo,
opto por intentar esbozar alguna reflexión, recordando una frase que una vez me
regalara un amigo como el hermano Ariel: “quién escribe manifiesta en público sus virtudes o sus
defectos, lo que piensa y lo que cree, los valores que lo guían y las ideas que
lo impulsan”.
El hecho es por demás conocido.
Micaela Ortega, quién transitaba su cotidianeidad en los patios del colegio
Marina Coppa (animado por las Hijas de María Auxiliadora), quién también
compartía muchos sábados con sus amigos y sus amigas en las actividades de los
sábados del grupo juvenil “Amigos de Laura” fue asesinada, luego de ser
engañada por un hombre de 26 años a través de la redes sociales y secuestrada.
No resulta en absoluto necesario profundizar en esta cuestión. Tres grandes
preguntas me surgen y les comparto lo qué, entre puteadas y serenidades, con
absoluta sinceridad y buscando de verdad intentar encontrar algunas respuestas
en medio de semejante indignación, me va saliendo.
En primer lugar: ¿Qué nos genera y nos suscita todo esto
como cristianos? Me parece que de una vez por todas tenemos que asumir que
las causas que involucran la plenitud, la felicidad y la dignidad de los pibes
y las pibas, de los hombres y mujeres, sobre todo los más vulnerables, son las
causas de Jesús y las causas del Reino de Dios. Por favor, perdamos el miedo de
una vez. No es ideología. No es política partidaria. No es proselitismo. Todas
estas causas constituyen el corazón más profundo del evangelio. Ni una menos, ningún pibe nace chorro, nunca
más y tantas otras luchas ancladas en el corazón del pueblo argentino son
de verdad necesarias para la construcción del Reino de Dios. Sin prójimo, sin
Reino, sin compromiso, no hay oración, Eucaristía ni Sacramento que valga.
Nuestra vida es la que tiene que ser un sacramento.
Por favor, dejémonos de preocupar
por boludeces –sobre todo los que estamos en ambientes eclesiales- de una vez
por todas y encaremos en nuestra vida cotidiana opciones concretas por
construir un mundo mejor. Volvamos a lo
esencial, a lo fundamental. Volvamos a Jesús. No seamos indiferentes. No
callemos nuestra voz. No corramos la mirada. Asumamos de verdad la misión que
Jesús nos dio. Es nuestra responsabilidad (¡SÍ, NUESTRA!) cuidar la vida de los
pibes y de las pibas más frágiles. Para que no haya más Micaelas. Para que no
haya más Jonathans.
¿Cómo mierda acompañar este dolor tan intenso? ¿Cómo se hace para
ser fuerte? ¿Cómo ser sostén, reconociéndonos también doloridos, de aquellos
que están sufriendo? Me cuesta mucho decir una palabra. Tal vez sea estar.
Acompañar. Abrazar. Llorar con el que llora. Enjugar lágrimas. Bancar.
“Sostener, hermano mío, la vida, como sea”, dice una canción de Edu Meana.
Se me viene enseguida al corazón
el desconcierto de Jesús: “Dios Mío, por qué me abandonaste”. Cuántos nos sentiremos igual. Pero de inmediato
me acuerdo de María al pie de la cruz. Tal vez hoy podamos hacer sólo eso.
Estar ahí. Cuidar…acompañar…sufrir con el que sufre. Sin muchas palabras, sin
falsas excusas ni retóricas tranquilizantes que en realidad son mentiras. Al
pie de la Cruz. Bancando.
¿Y Dios? ¿Dónde está? ¿Está? ¿Cómo metemos a Dios en todo esto?
Sólo se me cruza por la cabeza seguir afirmando en qué Dios no creo. No creo en el Dios de la
Meritocracia. No creo en el Dios comerciante. No creo en el Dios mago. No creo
en el Dios legalista. Tampoco en el castigador. También se me cruza seguir reafirmando en qué dios sí creo. Creo en el Dios de Jesús. Creo que en el Dios que me regala a los
que me bancan en el medio del dolor. Creo en el Dios de la esperanza. Creo en
el Dios que me anima a no bajar los brazos. Creo en el Dios que a cada rato me
pide que construya un mundo mejor para mis hermanos. Creo en el Dios de la
misericordia, de la compasión, del consuelo. Creo en el Dios que está en el
otro. Creo en el Dios del Amor.
No sé si alcanza…es más, estoy
seguro de qué no. Pero estas situaciones límite siempre nos llenan de
preguntas… y cegado, un poco a tientas, tratamos de responderlas. En esta
búsqueda andamos juntos y ojalá que tata Dios nos ayude a posicionarnos con mayor firmeza ante situaciones tan jodidas como esta.
Cuento con la certeza de que
estamos unidos en el rezo y de qué el mañana nos encontrará reclamando
justicia, pero justicia de verdad: un mundo mejor, donde quepan todos los mundos,
donde podamos vivir una vida que valga la pena ser vivida. En situaciones así, no queda decir más que cuándo la razón no alcanza, el corazón va acompañando como puede.
Mauro
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