Por la mañana, recibí un mensaje de una animadora por Facebook y decía así: “Hola! Acabo de llegar de Buenos Aires, el encuentro estuvo bárbaro. Llegué a las 6:00hs y ahora ya estoy en el laburo (9:15hs). Qué tengas una linda semana!”.
Pensando en la situación, me preguntaba cuántos animadores y animadoras viven situaciones parecidas semana a semana, y cómo éstas, se integran a lo cotidiano en el estudio, en el trabajo, en la vida misma. De este mensajito se desprenden estas líneas, pensando que intentamos día a día, vivir la espiritualidad de lo cotidiano. Podemos preguntarnos en primer lugar: ¿qué es espiritualidad?
La palabra espíritu, en hebreo y en griego, ruah y pneuma, significan viento, respiración, hálito. El espíritu es, entonces, el principio vital de las personas, generador y signo de vida; es como el fuego incandescente y abrasador que transforma[1]. Esto puede traducirse como todo aquello que nos motiva y nos empuja a vivir, nuestros ideales, nuestros compromisos, los sueños, las utopías, las causas por las cuales nos jugamos, el amor, la felicidad, la búsqueda por la construcción de un mundo más justo, y para nosotros los cristianos, el encuentro con Dios que se hace fiesta.
Mirando así, podemos pensar la espiritualidad como un espacio de conexión y sintonía con todo esto que mencionamos, superando la mera superficialidad, y afrontando el encuentro cara a cara con aquello que nos hace vivir. Espiritualidad como espacio para estar en Dios.
Si a esto le sumamos elementos propios de seguir a Dios transitando las huellas de Don Bosco, podemos sumar a esta concepción de espiritualidad la idea de lo cotidiano, esta genial intuición de Don Bosco de fomentar el encuentro con Dios en lo de todos los días. Nuestro padre entiende que es necesario brindar a los jóvenes, una propuesta espiritual capaz de ayudarlos a vivir conectados permanentemente al principio vital, a la Vida que contagia vida.
Se trata de generar una mirada que no se quede perdida apuntando al cielo, con los ojos cerrados y levantando las manos, sino una mirada capaz de bajar al encuentro de Dios, capaz de perforar la realidad para descubrir el paso del espíritu que hace nuevas todas las cosas, de Dios presente en lo sencillo, en la familia, en el barrio, en los amigos, en el partido de fútbol, en los mensajitos de Facebook y el WhatsApp, entre otras cosas.
Sin una mirada que aprende a perforar la realidad para no quedarse en la superficialidad, corremos el riesgo de pensar la espiritualidad como algo que se vive extraordinariamente, mediante experiencias y momentos también extraordinarios, que justamente por este carácter de “extra” no servirían para vivir día a día. Podemos pensar lo cotidiano también, como un espacio de fiesta.
Hoy el concepto de fiesta muchas veces aparece desdibujado, ligado a descontrol, a libertinaje, a espacios de desinhibición, al vale todo, al desenfreno. Pero si algo positivo podemos encontrar en esto, es que allí se expresan las angustias, se pueden llenar algunos vacíos (quizás no de la mejor manera), donde las caretas aparecen y se las pueden detectar. Este tipo de fiesta en definitiva, no busca la Vida (con mayúscula), sino que ayuda a seguir sobreviviendo.
Si la fiesta es consecuencia del encuentro con Dios en lo que hacemos todos los días, entonces debe ser una experiencia dignificante, que nos haga abrazar lo que somos, con límites y virtudes, que nos ayude a valorar lo que tenemos, que nos haga reconocer a todos como hermanos, que nos empuje a luchar por nuestros ideales, que nos devuelva con más fuerza al encuentro de nosotros mismos.
Fiesta que resignifica los días y nos hace levantar con ganas para afrontar un día de pesado estudio, mucho trabajo, colectivos llenos, todo el día fuera de casa, entre otras cosas, para que no se vuelvan rutina. Fiesta como el momento posterior a todo encuentro o abrazo profundo con la Vida que nos empuja a celebrar la vida, y en definitiva, comprenderla como la santidad, tan querida y propuesta a sus jóvenes por Don Bosco.
Así, la vivencia de la espiritualidad de lo cotidiano que se vuelve fiesta, no es algo que se da de manera improvisada o de casualidad, sino que es una búsqueda y una construcción constante. Debemos pensar la fiesta como celebración, como fruto, luego de llenarnos del hálito que nos hace vivir, como agradecimiento, como renovación, en definitiva, como fruto del abrazo con Dios en lo de todos los días.
Para seguir reflexionando:
- ¿Cómo vivimos o presentamos la espiritualidad en nuestro grupo?
- ¿Puedo encontrar a Dios en lo de todos los días? ¿En qué cosas, lugares, momentos?
Emiliano
CULTURA DE BARRO
[1] PERESSON Mario, Seguir a Jesucristo tras las huellas de Don Bosco, Ediciones Salesianas (Bogotá), 2006, p. 18.
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