Recuerdo que un día vino Juan Manuel y me dijo "ya está, nos rompimos el lomo organizando el campamento, ahora sólo nos queda confiar y esperar." Y a pesar de la incertidumbre, del cansancio y de las complicaciones, la experiencia resultó un éxito.
En otra oportunidad, Juliana, sobrepasada por la situación y el cansancio, me miró y, medio hablando conmigo y medio hablando con Dios, dijo "más de lo que hicimos no podemos hacer, hay que esperar y tener fe." Y, nuevamente, Dios, a pesar de las dificultades y los tropiezos, nos regaló un encuentro de animadores hermoso, de esos que quedan guardados en el corazón.
Por último, otro día, hace ya años, compartíamos como comunidad animadora la preocupación por la realidad de los jóvenes mayores del oratorio, con los cuales veníamos trabajando hacía bastante tiempo y todavía no veíamos los frutos que pretendíamos cosechar. Pero, nuevamente, el tiempo, la fe y la espera nos dieron una enorme y gratificante sorpresa, siendo testigos de cambios milagrosos en nuestros jóvenes.
¿Por cuántas de estas situaciones hemos pasado? ¿Cuántos Sábados Santos hemos transitado, entre la duda, la fe, la espera, las dificultades?
Y ahí mismo está la importancia. En que los hemos transitado, los hemos vivido. La espera del Sábado Santo no es una espera cualquiera, sino que está llena de regocijo, de esperanza, del deseo de hacer nuevas todas las cosas, aun ante la incertidumbre, ante la duda. Es la espera del que permanece, de aquel que está, que banca los trapos, que se sigue encontrando con el otro. Y aunque, en ese momento no vea un camino o una salida, es justamente porque esos caminos se están cruzando y nos estamos encontrando, con lo complejo y diverso que eso significa, pero al mismo tiempo con lo enriquecedor que resulta. Los apóstoles esperaron, con tristeza, si, pero con esperanza, y además permanecieron, estuvieron entre ellos, aguardando el milagro, que al fin llegó.
Y eso nos pasa a todos nosotros con nuestro apostolado, con nuestro estudio, con nuestras vidas. Muchas veces nos enfrentamos a la incertidumbre y, después de laburar hasta el cansancio, no nos queda más remedio que la paciencia, que esperar, que tener fe. Y esa espera es fecunda cuando permanecemos, cuando seguimos apostando a la entrega, al cambio, al encuentro con el otro, aunque, en el fondo, pensemos que vamos a demorar demasiado o que quizás sea una tarea imposible.
Esperar permaneciendo es la verdadera fe de aquel que se abandona a Dios, sabiendo que está cumpliendo con su parte y que lo seguirá haciendo, pero también, sabiendo que ese Dios obra, y es un Dios que puede tanto, que hasta venció a la muerte y permaneció entre nosotros.
Mariano
CULTURA DE BARRO
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