Monte de los Olivos. El Hombre
espera en silencio. El miedo lo asalta, sabedor de su destino. Pero la voluntad
es mucho más fuerte, permanecerá hasta el final. Se pone de pie lentamente,
toma aire inflando el pecho y exhala sonoramente. Está preparado.
Algún lugar de Argentina. Desde la puerta de su casa la mujer observa
como su pequeño hijo se aleja tomado de la mano de la abuela. Las lágrimas
acuden a un rostro acongojado pero lleno de amor. Cierra la puerta. Se dirige
hacia la sala de estar, toma asiento y de pronto una enorme paz la invade. Sabe
que el momento se acerca.
El tintineo metálico le advierte
lo peor. Los soldados se acercan y preguntan por Él. Fue la chispa que
desencadenó el estallido. El bullicio de la trifulca destroza la serenidad de la
noche. Entonces el Hombre habla y llega la calma. Se entrega pacíficamente, con
la frente en alto y la dignidad intacta.
La puerta destrozada fue el aviso de la llegada. Un grupo de hombres
invade con agresividad la intimidad de la mujer. Ella espera con serenidad pero
su rostro desafiante deja en claro que no es una persona que se deje doblegar. La
noche es testigo del secuestro.
Los golpes, escupitajos e insultos
no logran minar la voluntad del Hombre. “Si he hablado mal, explícame en qué,
si no es así, ¿por qué me pegas?” La sensatez en medio de un mar de
irracionalidad, como lo hizo durante toda su vida, denunciando la lógica
absurda e injusta de una sociedad regida por el poder y el dinero. Gritó tan
fuerte la verdad que no se lo toleraron.
Su cuerpo apenas aguanta el tormento. Pero su amor lo soporta todo.
Entre el dolor y la soledad trae a la memoria a su hijo, sus amigos, compañeros
y a toda la gente del barrio al que le dedicó una vida de servicio y trabajo. Hacía
sólo unos días se había parado frente a las topadoras del gobierno de facto.
Esa fue su sentencia. No les guarda odio a sus torturadores, sólo pena. Una
lágrima se le escapa mientras aferra con fuerza la medallita del Cristo Obrero
que logró mantener a salvo.
Le cargan un madero en la
espalda. El tacto del material no le era desconocido, lo había trabajado
numerosas veces. El dolor es casi insoportable, pero más insoportable sería
dejar a medias la tarea que había comenzado hacía unos años. No es sólo su
dolor el que carga, sino un dolor de historias desangradas por la exclusión, la
violencia y la injusticia. Todo lo soporta con entereza por ellos. Por el
campesino, el jornalero, el extranjero, el enfermo, por los niños, por los
pobres de aquella sufrida tierra. Su madre lo observa, el rostro de piedra,
intentando aguantar, mientras le susurra a la distancia con amor. Y finalmente
se entrega. En su muerte se consuma todo. Y también se hacen nuevas todas las
cosas, porque no es la muerte el fin, sino un nuevo comienzo.
No vendió a nadie. Lo intentaron pero no pudieron quebrantar su
voluntad. La luz se apaga y su conciencia se desvanece. Ya no volverá. Sus últimos
pensamientos son, primero, para su gente, aquella por la que dio la vida, ese
pueblo desangrado que buscaba curarse entre lucha y lucha. Y finalmente para su
hijo, susurrándole un “te quiero” que viajará a través del tiempo y la
distancia.
A estos dos personajes los une un Vía Crucis, cada uno
en su época y en su contexto, pero compartiendo un peregrinar que comienza y termina
en y con los demás. En esta Semana Santa, además de acompañar a Cristo como
argentinos, hacemos memoria de lo acontecido en uno de los periodos más difíciles
de nuestra patria. Nuestra memoria reconstruye historias y teje la trama de un tejido
que quiere ser cultura de encuentro y lugar de esperanza para todos y para
todas. Hoy hacemos treinta mil y un Vía Crucis, porque no tener presente a los
que dieron la vida por los demás, embarrándose en cada lucha, no es una actitud
propia del cristiano. Porque esas luchas son ahora las nuestras, son las luchas
por la justicia social y por la construcción de un mundo más humano, son las
luchas en las que renacen los desaparecidos y las desaparecidas, y son las
luchas que renuevan nuestras búsquedas. Porque en esas luchas renace otra: la
de volver a creer en esa fe que estaba desapareciendo para siempre en miles de
noches de desvelo.
Mariano
CULTURA DE BARRO
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