viernes, 25 de marzo de 2016

Treinta mil y un Vía Crucis.

Monte de los Olivos. El Hombre espera en silencio. El miedo lo asalta, sabedor de su destino. Pero la voluntad es mucho más fuerte, permanecerá hasta el final. Se pone de pie lentamente, toma aire inflando el pecho y exhala sonoramente. Está preparado.

Algún lugar de Argentina. Desde la puerta de su casa la mujer observa como su pequeño hijo se aleja tomado de la mano de la abuela. Las lágrimas acuden a un rostro acongojado pero lleno de amor. Cierra la puerta. Se dirige hacia la sala de estar, toma asiento y de pronto una enorme paz la invade. Sabe que el momento se acerca.

El tintineo metálico le advierte lo peor. Los soldados se acercan y preguntan por Él. Fue la chispa que desencadenó el estallido. El bullicio de la trifulca destroza la serenidad de la noche. Entonces el Hombre habla y llega la calma. Se entrega pacíficamente, con la frente en alto y la dignidad intacta.   

La puerta destrozada fue el aviso de la llegada. Un grupo de hombres invade con agresividad la intimidad de la mujer. Ella espera con serenidad pero su rostro desafiante deja en claro que no es una persona que se deje doblegar. La noche es testigo del secuestro.

Los golpes, escupitajos e insultos no logran minar la voluntad del Hombre. “Si he hablado mal, explícame en qué, si no es así, ¿por qué me pegas?” La sensatez en medio de un mar de irracionalidad, como lo hizo durante toda su vida, denunciando la lógica absurda e injusta de una sociedad regida por el poder y el dinero. Gritó tan fuerte la verdad que no se lo toleraron.

Su cuerpo apenas aguanta el tormento. Pero su amor lo soporta todo. Entre el dolor y la soledad trae a la memoria a su hijo, sus amigos, compañeros y a toda la gente del barrio al que le dedicó una vida de servicio y trabajo. Hacía sólo unos días se había parado frente a las topadoras del gobierno de facto. Esa fue su sentencia. No les guarda odio a sus torturadores, sólo pena. Una lágrima se le escapa mientras aferra con fuerza la medallita del Cristo Obrero que logró mantener a salvo.   

Le cargan un madero en la espalda. El tacto del material no le era desconocido, lo había trabajado numerosas veces. El dolor es casi insoportable, pero más insoportable sería dejar a medias la tarea que había comenzado hacía unos años. No es sólo su dolor el que carga, sino un dolor de historias desangradas por la exclusión, la violencia y la injusticia. Todo lo soporta con entereza por ellos. Por el campesino, el jornalero, el extranjero, el enfermo, por los niños, por los pobres de aquella sufrida tierra. Su madre lo observa, el rostro de piedra, intentando aguantar, mientras le susurra a la distancia con amor. Y finalmente se entrega. En su muerte se consuma todo. Y también se hacen nuevas todas las cosas, porque no es la muerte el fin, sino un nuevo comienzo.

No vendió a nadie. Lo intentaron pero no pudieron quebrantar su voluntad. La luz se apaga y su conciencia se desvanece. Ya no volverá. Sus últimos pensamientos son, primero, para su gente, aquella por la que dio la vida, ese pueblo desangrado que buscaba curarse entre lucha y lucha. Y finalmente para su hijo, susurrándole un “te quiero” que viajará a través del tiempo y la distancia.

A estos dos personajes los une un Vía Crucis, cada uno en su época y en su contexto, pero compartiendo un peregrinar que comienza y termina en y con los demás. En esta Semana Santa, además de acompañar a Cristo como argentinos, hacemos memoria de lo acontecido en uno de los periodos más difíciles de nuestra patria. Nuestra memoria reconstruye historias y teje la trama de un tejido que quiere ser cultura de encuentro y lugar de esperanza para todos y para todas. Hoy hacemos treinta mil y un Vía Crucis, porque no tener presente a los que dieron la vida por los demás, embarrándose en cada lucha, no es una actitud propia del cristiano. Porque esas luchas son ahora las nuestras, son las luchas por la justicia social y por la construcción de un mundo más humano, son las luchas en las que renacen los desaparecidos y las desaparecidas, y son las luchas que renuevan nuestras búsquedas. Porque en esas luchas renace otra: la de volver a creer en esa fe que estaba desapareciendo para siempre en miles de noches de desvelo.    


Mariano

CULTURA DE BARRO


No hay comentarios.:

Publicar un comentario