En
estos últimos días, este libro de la Biblia, ha irrumpido un poco en mi vida. Más bien uno
siempre trata de darle sentido de búsqueda a aquello que lee, reza, contempla,
medita, vive. De allí la idea de ponerlo en clave de barro, con una pregunta
disparadora que venía resonando ¿Cómo entender la situación de exclusión
actual, de olvido de los últimos, de segregación social?
De
allí abordamos el libro de Daniel desde
una realidad concreta en nuestros días.
Haciendo un poco de historia, en tiempos del Rey Nabucodonosor II, la Dinastía Caldea de Babilonia, logra sitiar Judá y Jerusalén, dejando así al pueblo Judío bajo la opresión de un pueblo pagano, de otra cultura, distinto a sus costumbres y creencias. Ante esto surge la insurrección Macabea, de carácter armado en contra del opresor extranjero. Pero no es aquí donde buscamos hacer hincapié, sino en la búsqueda profunda de liberación pacífica, confiada en Dios, que se relata en el libro de Daniel.
Haciendo un poco de historia, en tiempos del Rey Nabucodonosor II, la Dinastía Caldea de Babilonia, logra sitiar Judá y Jerusalén, dejando así al pueblo Judío bajo la opresión de un pueblo pagano, de otra cultura, distinto a sus costumbres y creencias. Ante esto surge la insurrección Macabea, de carácter armado en contra del opresor extranjero. Pero no es aquí donde buscamos hacer hincapié, sino en la búsqueda profunda de liberación pacífica, confiada en Dios, que se relata en el libro de Daniel.
En nuestros días, como afirman los Obispos en Aparecida, ya no se trata simplemente del fenómeno de
la explotación y opresión, sino de algo nuevo: la exclusión social. Con ella
queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive,
pues ya no se está abajo, en la periferia o sin poder, sino que se está afuera.
Los excluidos no son solamente “explotados” sino “sobrantes” y “desechables”1.
La primera experiencia de barro, que podemos reconocer en este
libro que orienta nuestro caminar, es la deportación de 4 jóvenes Judíos a
Babilonia. Sus nombres eran Daniel, Ananías, Misael Y Azarías. Pero allí reciben otros nombres, Beltasar, Sadrac, Mesac y Abed Negó
respectivamente (Dn. 1, 6-7). No es de menor importancia esta situación, el
nombre es aquello que nos da identidad propia, única; siempre que nos preguntan
¿quiénes somos? Lo primero que aparece en nuestra mente es decir nuestro nombre
(aunque ello no resuma la totalidad de nuestra existencia, de nuestro ser).
Cuantas veces vemos, hoy en día, desterramos los nombres propios de cada uno; y
así cambiamos, englobamos los nombres en categorías sociales. Los excluidos son
aquellos que más sufren de ello, por eso
pasan a ser “Cacos”, “Rochos”, “Negros de M…”. Esta generalización hace perder
las raíces, masifica y niega la plenitud de la existencia personal que nos hace
ser a cada uno el/la hijo/a muy
querido/a de Dios (Mt. 3,17).
A partir de ello, es que me pregunto en lo cotidiano ¿Cómo
resinificar nuestro lenguaje que muchas veces esta contaminado de etiquetas?
Claro está, que requiere una confrontación personal con nosotros mismos, de
comprometernos en este crecimiento personal, de acercarnos un poco más al Dios
que llama a cada uno por su nombre (1° Sam 3,3-10). Me repregunto ¿de qué
sirven las palabras sin la acción, el re-significar nuestro lenguaje sin un
compromiso concreto? La respuesta es que ayuda en muy poco, pero últimamente es
notorio ver como muchos cristianos hemos alzado banderas contra la exclusión,
pero a la hora del diálogo, surgen desde lo más hondo, formas que fueron concebidas llenas de odio, de discriminación,
de etnocentrismo. Sino repensamos nuestro hablar, sino sometemos al barro
también los conceptos que utilizamos; no
podemos adentrarnos en él, y si pensamos que nos metimos, en verdad solo le
habremos hecho un esquivo.
Ahora vamos con la
segunda experiencia de barro, la situación que viven Ananías, Misael y
Zacarías. Más adelante, se relata, que el rey Nabucodonosor manda a
construir una gran estatua para su veneración. Los tres jóvenes, fieles a su
fe, al negarse a realizar a aquella adoración,
son condenados a morir en un horno de fuego. Ellos tenían la esperanza
puesta en Dios que los iba a librar del mal. Al momento de ser arrojados,
el rey ve cuatro hombres, uno semejante a un hijo de los dioses, caminando en
el fuego sin tener ningún daño. (Dn. 3,13-30).
De aquí se pueden desprender varios cuestionamientos. ¿Quién es el rey
que obligar a adorar a otros dioses en nuestros días? ¿Cuáles son esos Dioses?
¿Cómo superar desde lo concreto, en nuestros barrios y ciudades está situación? La
adoración del antiguo becerro de oro ha
encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la
dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humana 2. Es el
sistema en el que vivimos, a palabras de Francisco, el de la “globalización de la inferencia” y la
“cultura del descarte” que nos lleva a adorar a este becerro, a esta estatua. Muchas veces estas situaciones llevan a los
jóvenes de hoy a los distintos “hornos de fuego” que día a día van consumiendo
sus vidas; las cosas que todos sabemos, pero que nunca esta de más enumerar:
explotación infantil, abuso sexual, drogadicción, delincuencia, violencia
social y de género, trata de personas, entre algunos que podemos
mencionar. Pero es justo allí, en el “horno”, donde aquellos 3 jóvenes
encuentran su salvación, la vida misma. Es por esto, que no debemos hacer vista
gorda o crearnos una realidad paralela, muchas veces cultivamos nuestra
imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad sufrida por nuestro
pueblo 5. Es por eso que debemos asumir estos hornos de fuego que consumen la vida de nuestros
jóvenes, para que allí pueda hacerse
presente el amor salvífico de Dios. Sin el reconocimiento de las problemáticas
que afectan a nuestros jóvenes de nada servirá cualquier intento de revertir la
situación.
Como afirma Pascual
Chávez en su cuenta de twitter, es urgente
cambiar de manera de pensar y de actuar, porque Dios no puede cambiar el mundo
sin que nosotros nos convirtamos y cambiemos 3. En esta nueva
forma de pensar y de actuar, es donde quiere adentrarse la cultura de barro,
asumiendo que para la acción pastoral se requiere, pues, un acto de pensamiento y de
reflexión, de racionalización, o dicho de otro modo, una interpretación de la
realidad que ha de hacerse a la luz de la fe y del Evangelio y utilizando los
métodos científicos actuales4.
Como cristianos, debemos caminar e invitar a caminar, como
aquellos tres jóvenes dispuestos a todo;
incluso hasta dar la vida, confiados plenamente en Dios. Metámonos, entonces,
en la cultura de barro que nos ayuda a superar los hornos, que ojala no
estuviesen, pero por algo están allí, y
no podemos permanecer inmóviles ante ello. Debemos aprender a descubrir a Jesús en el rostro de los demás, en su voz, en
sus reclamos 6. Es cuestión de meterse sabiendo que no estamos
solos, que la comunidad debe sostenernos los unos a los otros, y en ella el
mismo soplo del Espíritu que, como en pentecostés, nos anima a salir a dar testimonio del
Resucitado; de aquel que venció al “horno de la cruz” para darnos vida, y vida
en abundancia (Jn. 10, 10).
1. V CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO
LATINOAMERICANO Y DEL CARIBE “Documento Conclusivo”, Aparecida, Brasil 2007, N°66
2. SANTO PADRE FRANCISCO, Exhortación
Apostólica “Evangelii Gaudium”, Roma, 2013, N°55
4. L. GERA “La Iglesia y el mundo”
5. SANTO PADRE FRANCISCO, Exhortación
Apostólica “Evangelii Gaudium”, Roma, 2013, N°96
6. SANTO PADRE FRANCISCO, Exhortación
Apostólica “Evangelii Gaudium”, Roma, 2013, N°91
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