-¿Qué hacés acá? ¿Para qué venís? – preguntó Alan con un
dejo de curiosidad en su voz.
La pregunta tomó totalmente por sorpresa a Eduardo que no
supo que contestar.
-Sí, ¿para qué venís acá? – continuó Alan –. Con la moto que
tenés podrías irte a la costa, al parque, a cualquier otro lugar, menos acá –
puntualizó mientras señalaba el barrial en que se había convertido la villa
tras la lluvia del día anterior.
Y Eduardo, todavía sorprendido por la pregunta del chico de
10 años, contestó con la verdad propia de los que hablan con el corazón: “Vengo
para estar con ustedes”.
Bien podría ser esto un relato de ficción. Pero no lo fue.
Eduardo se enfrentó a la pregunta que un pibe del oratorio, desde su más
sincera curiosidad, le lanzó con brusquedad. En un primer momento parecería que
le dio una respuesta superficial, pero cuando lo pensamos con detenimiento,
aquellas palabras encierran una densidad difícil de explicar. Como dice Meana
en su canción titulada “no puedo creer en el amor del que no está”, estar es
amar. Estar, en este caso, es amar, cuando se hace una opción, cuando dejamos
de lado otras actividades para compartir la vida en el apostolado. Estar es
amar cuando nuestra presencia educa, es ejemplo, es testimonio; cuando nuestros
propios actos evidencian la sacralidad de la vida del otro. Así como Eduardo, vamos
al oratorio o al grupo para encontrarnos, para estar con ese otro, para moldear
en el barro el cambio que queremos ver en el mundo. Es ahí donde se da la
cultura del encuentro, en el estar con el otro, de manera sencilla,
desinteresada; sólo por el hecho de querer compartir la vida.
En reflexiones anteriores, invitábamos a que pensemos juntos
qué clase de presencia llevamos a cabo en nuestros apostolados, es decir, a
repensar nuestras propuestas para que sean siempre acordes a los gritos de los
jóvenes, a reflexionar cómo podemos acompañarlos en sus caminos de aciertos y
desaciertos, de tropiezos y triunfos.
Todo esto apunta a preguntarnos por el estar. Es decir, ¿por
qué estamos en el apostolado? ¿Qué es lo que nos motiva? ¿De qué manera lo
hacemos? ¿Cómo nos acercamos a las distintas personas con las que nos
encontramos allí? ¿Qué hacemos para que nuestro apostolado sea un lugar de
genuino encuentro? ¿Somos testimonio? ¿Nuestra presencia educa? Y preguntarnos
por nuestra presencia educadora implica, también, preguntarnos por el carácter
de la educación en el apostolado. En una educación popular, en contextos de
riesgo, educar, fundamentalmente, es ayudar a constituir identidades. Es decir,
ayudar a formar una mirada del mundo, una manera de comprender el mundo, una
valoración del mundo, un posicionamiento ante el mundo, un modo de pararse, relacionarse
y actuar en el mundo, con una actitud esperanzadora y combativa, con una
actitud que grite desde las profundidades del alma: yo puedo. Con una actitud
consciente de los condicionamientos, pero que niegue los determinismos del “vos
no podes”, “vos no servís”, “vos no sabes”, para que, aún en medio de tanta
muerte, se pueda afirmar y celebrar la vida.
Podemos hacer del estar un amar, con un amor hecho presencia
que se encarna en la historia, en la mía, en la tuya, en la de todos y que nos
hermana, porque es el mismo amor de Dios Padre y Madre que decidió sumergirse
en nuestra historia a través de Jesús.
- Vengo para estar con ustedes - había dicho Eduardo.
Alan no contestó. Dio media vuelta y se fue, pero con una caricia en el alma.
Mariano
CULTURA DE BARRO
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