martes, 26 de mayo de 2015

Aprendamos, como Iglesia, de Monseñor Romero.

El pasado 23 de mayo, Oscar Arnulfo Romero, el arzobispo mártir de El Salvador, fue beatificado por la Iglesia Católica ante la presencia de decenas de miles de personas que asistieron a la ceremonia del obispo que no pudo callar lo que había visto y oído. Romero se opuso férreamente, como pastor de su pueblo, ante los excesos de los gobiernos militares autoritarios, y luego ante las fuerzas de seguridad de la Junta Revolucionaria, denunciando el atropello y las injusticias que sufrían los empobrecidos de su país.

Quisiéramos remarcar, en primer lugar, una de las actitudes más destacables de su persona: el valor y la firmeza en sus palabras y acciones. No le tembló la voz al afirmar, en plena época de represión y censura, que “las mayorías pobres de nuestro país son oprimidas y reprimidas cotidianamente por las estructuras económicas y políticas de nuestro país. Existen entre nosotros los que venden el justo por dinero y al pobre por un par de sandalias; los que amontonan violencia y despojo en sus palacios; los que aplastan a los pobres; los que hacen que se acerque un reino de violencia, acostados en camas de marfil; los que juntan casa con casa y anexionan campo a campo hasta ocupar todo el sitio y quedarse solos en el país.”[1]

Sus constantes denuncias y luchas le costaron la vida. Los militares, el gobierno, y la oligarquía consideraron que era un estorbo y lo quitaron de en medio. Y eso es lo que denuncia gran parte del pueblo salvadoreño, que fue esa misma oligarquía que lo condenó, la misma que fue a adorarlo el 23 de mayo.

Lo cierto es que Romero murió, pero el pueblo, más allá de olvidarlo o callarse, lo convirtió en santo. El Salvador no necesita ninguna beatificación o canonización para entender que su Obispo fue un hombre de Dios hasta el último momento. Porque tuvo una cualidad excepcional, que es lo segundo que queremos remarcar, Romero permaneció con el pueblo hasta el último momento, totalmente consciente de las posibles consecuencias que esto acarreaba. Pero aun así, permaneció, se quedó entre ellos, como Jesús en Emaús, aun cuando reinaba el miedo, el dolor, la injusticia y la incertidumbre, él decidió permanecer. Y eso no significa que haya buscado el martirio. Este, es un don de Dios, una gracia que concede a los que permanecen fielmente. Ya lo dijo Angelelli, mártir de nuestra patria, cuando en La Rioja, durante una “pueblada” (porque concurrieron sólo los grandes terratenientes) organizada por los Menem, su vida y la de otros tres sacerdotes que atendían el poblado corrían peligro. Uno de los curas se negaba a marcharse temporalmente de la parroquia y entonces el pastor del pueblo riojano le advirtió a su compañero: “Antonio, una cosa es morir mártir, y otra cosa es morir por boludo”[2]. Para preservar sus vidas debieron escapar momentáneamente del pueblo, pero luego volvieron para seguir anunciando y denunciando la crueldad y la explotación que ejercían los mismos terratenientes que fueron a por ellos. Tiempo después Angelelli fue asesinado convirtiéndose en mártir, en una muerte no buscada por él, pero siendo completamente consciente de que en cualquier momento le podía llegar.

Una tercera cosa que queremos destacar de Romero fue su lucha por poner a toda la Iglesia mirando hacia la dignidad de los últimos y encontrándose con ellos. En el mismo discurso citado anteriormente, continúa implorando que pongamos, como Iglesia, nuestra mirada y nuestra compasión en las heridas y en el sufrimiento de los empobrecidos, afirmando que  “el mundo de los pobres con características sociales y políticas bien concretas, nos enseña dónde debe encarnarse la Iglesia para evitar la falsa universalización que termina siempre en connivencia con los poderosos. El mundo de los pobres nos enseña cómo ha de ser el amor cristiano, que busca ciertamente la paz, pero desenmascara el falso pacifismo, la resignación y la inactividad; que debe ser ciertamente gratuito pero debe buscar la eficacia histórica. El mundo de los pobres nos enseña que la sublimidad del amor cristiano debe pasar por la imperante necesidad de la justicia para las mayorías y no debe rehuir la lucha honrada. El mundo de los pobres nos enseña que la liberación llegará no sólo cuando los pobres sean puros destinatarios de los beneficios de gobiernos o de la misma Iglesia, sino actores y protagonistas ellos mismos de su lucha y de su liberación desenmascarando así la raíz última de falsos paternalismos aun eclesiales. Y también el mundo real de los pobres nos enseña de qué se trata en la esperanza cristiana.”[3]

Oscar Romero fue de esas personas que marcaron un camino, que invitan, a partir de su testimonio, a seguir a un Jesucristo que vivió, caminó, sufrió y sonrió con los más pobres, con los últimos, los excluidos. 
   
Ojalá que esta gran fiesta no quede en un hermoso acto, sino que nos impulse como Iglesia a ser más fieles a la misión de Jesús. Ojalá que su sacrificio suscite algo más que una beatificación en los escritorios, sino que nos demos cuenta que el pueblo, caminando junto a la Iglesia, puede ser santo. De ahí el secreto de Romero: el pueblo lo hizo santo a él, y él hizo santo a un pueblo que no puede y no quiere olvidarlo. Y en Latinoamérica esta historia no es nueva, sino que se recrea en ciento de cristianos consagrados y laicos que nos demostraron que la verdadera Iglesia es aquella que sale al encuentro.

Y San Romero de América, como lo llama el pueblo salvadoreño, nos dejó la receta, que quisimos sintetizar uniendo aquellas cosas que destacamos de su persona en una simple oración: cristiano es aquel que con valor y firmeza en sus palabras y acciones, permanece hasta el último momento, luchando para caminar como Iglesia hacia la mirada y el encuentro con la dignidad de los últimos.


Mariano

CULTURA DE BARRO








[1] Discurso de Mons. Oscar Arnulfo Romero al recibir el doctorado honoris causa por la Universidad de Lovaina, pronunciado el 2 de febrero de 1980.
[2] http://www.magicasruinas.com.ar/revistero/esto/revdesto075.htm
[3] Discurso de Mons. Oscar Arnulfo Romero al recibir el doctorado honoris causa por la Universidad de Lovaina, pronunciado el 2 de febrero de 1980.

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