domingo, 6 de julio de 2014

Enrique Angelelli, un hombre de barro

El pasado 4 de julio se conoció la sentencia  por el asesinato del Padre Obispo Enrique Angelelli, pastor del pueblo riojano desde el ’68 al ’76. En Cultura de Barro no queríamos dejar pasar la oportunidad, haciendo memoria de este gran hombre, de escribir algunas líneas que iluminen nuestro presente.

Si bien es un nombre conocido, nunca está de más hacer un poco de memoria. Enrique Ángel Angelelli nació en la ciudad de Córdoba el 18 de julio de 1923. Entró al Seminario de Ntra. Sra. de Loreto a los 15 años de edad. En 1947 fue enviado a terminar sus estudios en el Pontificio Colegio Pío Latino Americano de Roma. Allí mismo fue ordenado sacerdote, y continuó sus estudios de Licenciatura en Derecho Canónico en la Pontificia Universidad Gregoriana.  Al regresar a Córdoba fue vicario parroquial y profesor hasta ser designado Obispo Auxiliar de la Diócesis correspondiente en 1960. En este tiempo, fue notorio su acercamiento a las villas miserias de esa ciudad. Así también fue asesor de la Juventud Obrera Católica, llegando a involucrarse en los conflictos gremiales, convocando campañas  de solidaridad para mitigar el hambre y el abandono de los desposeídos. También participó activamente de las sesiones del Concilio Vaticano II. En el año 1968 fue nombrado Obispo de la Diócesis de la Rioja. Allí colaboró en la creación sindicatos de mineros, trabajadores rurales y de domésticas, así como cooperativas de trabajo, de telares, fabricas de ladrillos, panaderos y campesinos. Llevando su pastoral de acercamiento a los más desprotegidos de su tierra, como Cristo, fue asesinado por parte del terrorismo de estado ejercido por las fuerzas militares, quienes encubrieron el hecho bajo un presunto accidente automovilístico.  

Son innegables las numerosas similitudes entre Cristo y Enrique Angelelli. El cordobés interpretó como pocos el Evangelio, y no sólo lo interpretó, sino que lo hizo carne, fundamentalmente al guiar a la Iglesia riojana en tiempos difíciles. A Enrique lo reconocieron al pisar el barro, como hizo el buen pastor. Acompañó a los campesinos, a los trabajadores, a los últimos de los últimos en sus luchas diarias, aquellas que se pierden en el olvido de lo cotidiano pero lo son todo para el hombre sencillo. Alzó la voz para denunciar injusticias en una época donde levantar el tono era peligroso. Pero no podía callarse ante la explotación y la opresión de los grandes terratenientes y comerciantes riojanos sobre sus coterráneos. Enrique no podía callar lo que había visto y oído. Quería lo mismo que Cristo: una vida digna y dichosa para todos.

Sabía que habían asesinado a dos jóvenes sacerdotes y a un laico comprometido y trabajador, y no pudo callarlo. Seguramente la sangre le hervía. Igual que a Cristo cuando veía los crímenes del imperio romano y de sus propios compatriotas hacia el pueblo explotado. Un escenario muy similar: una patria que se desintegraba por el odio y las diferencias.

Después de estos asesinatos, Angelelli, aun sabiendo que su vida corría peligro por sus enardecidas denuncias, decidió acompañar a su pueblo a un novenario, una celebración de misas todos los días, a la que iba muchísima gente, porque los dos curitas muertos eran muy queridos entre los riojanos. ¿Y por qué  arriesgaba su vida? Enrique sabía que lo iban a matar, pero sintió que como pastor tenía que quedarse junto a su pueblo.

Aquella novena fue boicoteada por los terratenientes riojanos, quienes intentaron apresar a Enrique y al resto de los religiosos que trabajan con él acusándolos de comunistas y traidores a la patria. ¿De qué patria estarían hablando? ¿De la patria del dinero? Quizás habían olvidado que patria también son los despojados. El mismo Enrique diría “nadie se sienta más hombre, la vida se vive en el pueblo”. Lo cierto es que fue un primer intento de asesinar a Angelelli, que ya era más que una espina molesta en el zapato de los gobernantes corruptos.

Según lo que cuentan, Enrique tenía dos virtudes que para el sistema en que vivimos son imperdonables, era muy bueno y muy inteligente. Veía muy lejos y se daba cuenta de todo. Hablaba con nombres y apellidos de los que habían robado tal campo o tal cosa, y lo hacía sin miedo, porque estaba convencido de que el Reino no se construye sobre estafas, sino que es una realidad que exige la restauración de la justicia social; que se edifica a partir del encuentro fraterno, de la historicidad, de la inculturación, de la mirada y la palabra.

El solía decirlo con una expresión muy linda, "para ser fieles a lo que Dios pide de nosotros hay que vivir con un oído puesto en el Evangelio y el otro en el pueblo". Angelelli fue un hombre de oración profunda; cuando vivía en la Catedral, lo veían pasar todos los días al camarín de San Nicolás para orar en silencio. Cuando había algún problema decía "vamos a rezarlo", pero no el rezo mecánico, sino el de contemplación a la luz del Evangelio. Tenía un amor profundísimo por la Iglesia.

Y llevó su amor hasta el final. Enrique fue asesinado por defender los derechos del pueblo. Este hecho estuvo en duda por largos años. Acusaciones por aquí y por allá, pero los responsables no aparecían. Sabemos que en nuestra patria la justicia se toma su tiempo. Aunque pasaron 38 años para que se esclarezca el asesinato de Enrique, el pueblo humilde, que lo quería mucho, tuvo esa certeza desde el primer momento. El pueblo no lo dudó nunca. A Angelelli lo mataron por jugarse.

Ese es el gran testimonio que nos deja Enrique. Su vida fue como el camino, pegadita al arenal para que la transite la gente pensando: hay que seguir andando nomás. Andando bajo la luz del Evangelio, que ilumina toda palabra y acción; toda la vida.


Hagamos como Enrique, iluminemos nuestra vida y la de los demás con la luz del Evangelio, seamos como el buen pastor que va al encuentro, como el profeta que levanta su voz por sobre el rugido de la tempestad para gritar y denunciar aquello que debe ser visto y oído. Amemos profundamente y sigamos andando sobre esta tierra que está preñada de vida en esta noche de dolor, esperando que despunte el alba al cantar la campana del Tinkunaco, floreciendo la vida, la historia; floreciendo un hombre nuevo. 



Mariano

CULTURA DE BARRO




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