El pasado 4 de julio se conoció
la sentencia por el asesinato del Padre
Obispo Enrique Angelelli, pastor del pueblo riojano desde el ’68 al ’76. En
Cultura de Barro no queríamos dejar pasar la oportunidad, haciendo memoria de
este gran hombre, de escribir algunas
líneas que iluminen nuestro presente.
Si bien es un nombre conocido,
nunca está de más hacer un poco de memoria. Enrique Ángel Angelelli nació en la ciudad de Córdoba el 18 de julio de 1923. Entró al Seminario de Ntra. Sra. de Loreto a los 15 años
de edad. En 1947 fue enviado a terminar sus estudios en el Pontificio
Colegio Pío Latino Americano de Roma. Allí mismo fue ordenado sacerdote, y
continuó sus estudios de Licenciatura en Derecho Canónico en la Pontificia
Universidad Gregoriana. Al regresar a Córdoba fue vicario parroquial
y profesor hasta ser designado Obispo Auxiliar de la Diócesis correspondiente
en 1960. En este tiempo, fue notorio su acercamiento a las villas miserias de
esa ciudad. Así también fue asesor de la Juventud Obrera Católica, llegando a
involucrarse en los conflictos gremiales, convocando campañas de
solidaridad para mitigar el hambre y el abandono de los desposeídos. También participó
activamente de las sesiones del Concilio Vaticano II. En el año 1968 fue
nombrado Obispo de la Diócesis de la Rioja. Allí colaboró en la creación
sindicatos de mineros, trabajadores rurales y de domésticas, así como
cooperativas de trabajo, de telares, fabricas de ladrillos, panaderos y campesinos.
Llevando su pastoral de acercamiento a los más desprotegidos de su tierra, como
Cristo, fue asesinado por parte del terrorismo de estado ejercido por las
fuerzas militares, quienes encubrieron el hecho bajo un presunto accidente automovilístico.
Son innegables las numerosas
similitudes entre Cristo y Enrique Angelelli. El cordobés interpretó como pocos
el Evangelio, y no sólo lo interpretó, sino que lo hizo carne, fundamentalmente
al guiar a la Iglesia riojana en tiempos difíciles. A Enrique lo reconocieron
al pisar el barro, como hizo el buen pastor. Acompañó a los campesinos, a los
trabajadores, a los últimos de los últimos en sus luchas diarias, aquellas que
se pierden en el olvido de lo cotidiano pero lo son todo para el hombre
sencillo. Alzó la voz para denunciar injusticias en una época donde levantar el
tono era peligroso. Pero no podía callarse ante la explotación y la opresión de
los grandes terratenientes y comerciantes riojanos sobre sus coterráneos.
Enrique no podía callar lo que había visto y oído. Quería lo mismo que Cristo:
una vida digna y dichosa para todos.
Sabía que habían asesinado a dos
jóvenes sacerdotes y a un laico comprometido y trabajador, y no pudo callarlo.
Seguramente la sangre le hervía. Igual que a Cristo cuando veía los crímenes
del imperio romano y de sus propios compatriotas hacia el pueblo explotado. Un
escenario muy similar: una patria que se desintegraba por el odio y las diferencias.
Después de estos asesinatos, Angelelli,
aun sabiendo que su vida corría peligro por sus enardecidas denuncias, decidió
acompañar a su pueblo a un novenario, una celebración de misas todos los días,
a la que iba muchísima gente, porque los dos curitas muertos eran muy queridos
entre los riojanos. ¿Y por qué arriesgaba su vida? Enrique sabía que lo iban
a matar, pero sintió que como pastor tenía que quedarse junto a su pueblo.
Aquella novena fue boicoteada por
los terratenientes riojanos, quienes intentaron apresar a Enrique y al resto de
los religiosos que trabajan con él acusándolos de comunistas y traidores a la
patria. ¿De qué patria estarían hablando? ¿De la patria del dinero? Quizás
habían olvidado que patria también son los despojados. El mismo Enrique diría “nadie
se sienta más hombre, la vida se vive en el pueblo”. Lo cierto es que fue un
primer intento de asesinar a Angelelli, que ya era más que una espina molesta
en el zapato de los gobernantes corruptos.
Según lo que cuentan, Enrique tenía
dos virtudes que para el sistema en que vivimos son imperdonables, era muy
bueno y muy inteligente. Veía muy lejos y se daba cuenta de todo. Hablaba con
nombres y apellidos de los que habían robado tal campo o tal cosa, y lo hacía
sin miedo, porque estaba convencido de que el Reino no se construye sobre
estafas, sino que es una realidad que exige la restauración de la justicia
social; que se edifica a partir del encuentro fraterno, de la historicidad, de
la inculturación, de la mirada y la palabra.
El solía decirlo con una
expresión muy linda, "para ser fieles a lo que Dios pide de nosotros hay
que vivir con un oído puesto en el Evangelio y el otro en el pueblo".
Angelelli fue un hombre de oración profunda; cuando vivía en la Catedral, lo
veían pasar todos los días al camarín de San Nicolás para orar en silencio.
Cuando había algún problema decía "vamos a rezarlo", pero no el rezo
mecánico, sino el de contemplación a la luz del Evangelio. Tenía un amor
profundísimo por la Iglesia.
Y llevó su amor hasta el final.
Enrique fue asesinado por defender los derechos del pueblo. Este hecho estuvo
en duda por largos años. Acusaciones por aquí y por allá, pero los responsables
no aparecían. Sabemos que en nuestra patria la justicia se toma su tiempo. Aunque
pasaron 38 años para que se esclarezca el asesinato de Enrique, el pueblo
humilde, que lo quería mucho, tuvo esa certeza desde el primer momento. El
pueblo no lo dudó nunca. A Angelelli lo mataron por jugarse.
Ese es el gran testimonio que nos
deja Enrique. Su vida fue como el camino, pegadita al arenal para que la
transite la gente pensando: hay que seguir andando nomás. Andando bajo la luz
del Evangelio, que ilumina toda palabra y acción; toda la vida.
Hagamos como Enrique, iluminemos
nuestra vida y la de los demás con la luz del Evangelio, seamos como el buen
pastor que va al encuentro, como el profeta que levanta su voz por sobre el
rugido de la tempestad para gritar y denunciar aquello que debe ser visto y
oído. Amemos profundamente y sigamos andando sobre esta tierra que está preñada
de vida en esta noche de dolor, esperando que despunte el alba al cantar la
campana del Tinkunaco, floreciendo la vida, la historia; floreciendo un hombre
nuevo.
Mariano
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