A partir del libro del Éxodo, capítulo 3.
Me parece
oportuno desentrañar desde el pasaje bíblico del encuentro de Moisés con Dios
por medio de la zarza ardiente, relatado en el libro del Éxodo, una pedagogía
del acercamiento que tiene mucho para decirnos a nosotros, animadores y
buscadores del encuentro con la realidad juvenil.
Para ubicar el
pasaje bíblico en su contexto, podemos aportar como dato que los Israelitas
viven en un clima de opresión por parte de Egipto, Dios se compadece, escucha
el clamor de su pueblo y los va a ayudar para su liberación. Para esto, se va a
valer de Moisés como instrumento.
Es interesante
ver que Dios no nos salva con un control remoto o desde una PC, sino que se
vale de sus hijos para obrar y hacer presente su Reino. Siendo Dios, elije lo
más débil para actuar, confiándonos una misión. Podemos pensarnos como
instrumentos de su amor para los jóvenes, especialmente para los más pobres,
indignos de semejante gracia, pero confiados en el auxilio de nuestro Padre.
Moisés al
observar la zarza ardiente que no se consume, se sorprende y se acerca, toma la
iniciativa de salir al encuentro de ella. Podemos pensar hoy en la realidad de
los jóvenes de nuestros apostolados y centrar la mirada en los acontecimientos
que suceden en sus vidas. No podemos ser indiferentes ante el “espectáculo” que
venden los medios, las problemáticas que los aquejan como las adicciones, el
sin sentido, la explotación y violación de sus derechos, el acallamiento de sus
voces. A su vez, no podemos ser indiferentes tampoco, ante la luz que brota en
la oscuridad, las riquezas que esconden, la rebeldía y las utopías que los
impulsan a superarse y transformar el mundo, la creatividad y la necesidad de
expresarse por medio del arte por ejemplo. Es necesario dar el primer paso de
acercamiento a los jóvenes como “espectáculo” que nos sorprende y cautiva, que
nos fascina.
Esa fascinación,
no lo deja a Moisés como un mero espectador detrás de la televisión, sino que
lo impulsa a salir al encuentro, a acercarse, a romper las barreras que lo
separan al fin y al cabo de Dios mismo. Lo desconocido, lo inseguro, lo no
explorado, se vuelve suyo, se vuelve familiar y cercano. Se vuelve necesario
pasar de una fascinación y un compromiso intelectual a una praxis comprometida,
que no nos deje solamente en el escritorio, sino que nos haga salir al
encuentro, salir a vernos cara a cara con ellos.
Luego se produce
el diálogo, posterior al acercamiento. Diálogo que implica un “aquí estoy” de Moisés, diálogo que nos
cuestiona acerca de nuestra disponibilidad para responder a Dios que llama a
cada uno de nosotros por nuestro nombre. Es un “aquí estoy” que implica jugársela, comprometerse, hacerse cargo.
Sin embargo, no
es una misión cualquiera, por eso hay que quitarse las sandalias. Descalzarnos
implica quitar de nosotros nuestros prejuicios, nuestros miedos, nuestro
orgullo. Quitarnos el protagonismo sabiendo que es Dios quien nos confía
semejante regalo y misión. Implica que “nosotros disminuyamos para que Él
crezca”, implica hacernos pequeños, abajarnos para dar paso al principio
encarnatorio, liberarnos de nuestras ideas para hacer contacto con la realidad
misma.
Dios elige a los
jóvenes como instrumentos para revelarse, para transparentarse tal cual es,
para mostrar su compasión por el pueblo sufriente, por la realidad juvenil más
sufrida que llora desde el silencio y el olvido, la realidad de los jóvenes
oprimidos y sin oportunidades, donde el sin sentido y la censura del deseo de
un futuro mejor, son sus cruces cotidianas. Por eso Dios, con entrañas de Padre
y Madre afirma que “yo he visto la
opresión de mi pueblo (…) conozco muy bien sus sufrimientos (…) Por eso he
bajado a librarlo del poder de los egipcios y a hacerlo subir, desde aquel
país, a una tierra fértil y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel”.
Ante semejante
propuesta, es entendible que surja el miedo y la inseguridad. No debemos tener
miedo a discutir con Dios, esgrimiendo la pregunta que nos pone a la defensiva:
“¿Quién soy yo?”. Es la pregunta de
Moisés, pero también es la pregunta de María antes de cantar el Magníficat, es
la pregunta de Don Bosco ante la “Señora” que lo cuestiona. Sin embargo, es
oportunidad para dar paso a la certeza de un Dios que no se borra, que no se
queda sentado en un escritorio, un Dios con nosotros que responde “Yo estaré contigo”.
Los jóvenes son
nuestra tierra sagrada, barro sagrado, al cual debemos acercarnos con cuidado,
con delicadeza. Es tierra santa, se vuelven lugar teológico. Entrar en sus vidas
es un privilegio, pero no es mérito nuestro, no es caer en el orgullo de
considerarnos súper héroes, sino que es invitación y regalo de Dios, es don y
tarea, es confianza del Padre que nos confía a sus jóvenes. No son nuestros,
son de Él, por eso nos descalzamos. Los jóvenes se vuelven barro sagrado para
caminar sobre Dios, para caminar en Dios.
Emiliano
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