La noche se cernía fría e implacable sobre el barrio. Un
perro rompía la tranquilidad con sus ásperos ladridos en alguna calle perdida
mientras la brisa invernal, protagonista excluyente, era la responsable de que
bolsas, papeles y hojas de árboles danzaran al compás caprichoso de su
intención.
La villa estaba en calma. El silencio llenaba los oídos del muchacho que se encontraba
arropado hasta la nariz en su cama, esperando que llegara un nuevo día de
trabajo. Otro día de encuentro con los demás.
Desvelo. Su mirada se perdía impasible en la nada mientras
recordaba tiempos pasados que, paradójicamente, regresaban en el día a día con
toda la intensidad de lo vivido.
Pero ya no era la duda lo que no lo dejaba dormir. Ya no era
esa incertidumbre producto de la búsqueda desorientada a la que se vio sometido
por años. Ahora era la impaciencia. La sensación de que queda tanto por hacer y
que ni una vida entera ni todo el tiempo del mundo bastaría para llevar a cabo
aquello que le era esencial.
Se revolvió inquieto entre las sábanas. El día anterior
había ayudado a José a cavar para poder poner los postes donde iría el
alambrado. También colaboró en la venta de pastelitos de Doña Lucía que estaba
juntando plata para visitar a su familia que vivía en otra provincia.
Y le quedaron varias cosas en la lista. Tuvo que interrumpir
su trabajo porque había quedado en juntarse con Jorge en la carpintería.
Aquella carpintería era para él como una escuela de la vida. Fue allí donde
Jorge le enseñó lo esencial. Donde comprendió que el Mundo comienza desde los
primeros gestos humanos: la mirada y la palabra. Y que estos gestos sirven a un
primer principio movilizador del Mundo: la compasión.
El tic-tac del reloj llenaba la habitación. En plena
oscuridad el joven seguía meditando sobre el pasado, el presente y el futuro;
sobre lo que fue, lo que es y lo que será. Desvelo. Lo era todo en ese momento.
La compasión fue el principio de actuación que lo llevó a
involucrarse con la gente. Fue la responsable de que llorara, riera, trabajara,
compartiera y viviera con tantas personas que no eran más que desconocidos de
un recóndito lugar que estaba de paso. Un lugar que al juzgar por las
apariencias era el templo de los desesperados, de los olvidados; de aquellos a
quienes la vida les ha jugado una mala pasada porque los dados no salieron
ganadores.
¿Como iba a imaginarse el joven que era un lugar con una
historia de lucha en contra de la no-vida? ¿Como iba siquiera a pensar que el
pueblo profesaba una profunda fe que animaba a levantarse y afrontar cada nuevo
día como si fuera el día de la redención? Tampoco se planteaba que aquella
gente en su sencillo y humilde testimonio profesaba el absoluto repudio al
hombre post-moderno auto-arrojado a la nada.
Silencio. Silencio y desvelo. Ya no era el insomnio por el cuestionamiento absurdo acerca de la posibilidad de encontrarse con riquezas y
gloria personal. Ya no eran las tribulaciones de un tonto rey imaginario. Era
el desvelo de la furia, de la impasividad ante el silencio. Porque es justo y
necesario que haya verdades que sean gritadas a viva voz. Es necesario, a
veces, un grito piquetero de anuncio y denuncia. Y es imperioso, siempre,
rebelarse ante la injusticia, de manera coordinada y encausada en un movimiento
de liberación.
A esa altura de la noche el joven ya había comprendido que
intentar dormir sería inútil. Encendió la hornalla donde la pava esperaba ser
abrazada por las llamas. Mientras preparaba el mate traía a su memoria rostros,
nombres, anécdotas. Traía vida.
Comenzó a garabatear en una hoja las actividades del día
mientras tomaba lentamente el mate con el agua casi hervida, como le gustaba a
Jorge. Se topó con algunas anotaciones de otras noches. Anécdotas transcritas
para ayudar a la memoria y también al corazón. Recordó particularmente una
historia acerca de la mirada. De como unos chicos se habían sorprendido ante el
saludo y la mirada que les había dirigido una tarde, cuando pasaba por el cruce
y ellos se encontraban matando el tiempo, enfrascados en actividades que poco
bien les hacían.
- Gracias por el saludo - fue el comentario que recibió
luego, cuando se volvió a cruzar con uno de los chicos que allí estaba.
Hay miradas que son serenas, que dan paz; que son como una
caricia al alma; que iluminan hasta la oscuridad más densa. Hay miradas que derriban
muros sociales llenos de prejuicios y que, al lograr esto, dan paso a aquellas
miradas que captan el sufrimiento, la soledad, el desconcierto o el abandono
que sufren muchos y muchas.
No faltaba mucho para el amanecer. Para él ya había
comenzado el día, con todo lo que aquello significaba. Un gorrión aterrizó en
la ventana. Observaba inocentemente con sus pequeños ojos curiosos hacia el
interior de la casa. El joven lo miró y sintió que recordaba algo especial. Un
encuentro fundamental para su vida, que marcaría el comienzo de un aprendizaje
que cargaba un bagaje ancestral. Un aprendizaje en un lugar que no se cansaba de
trabajar, desde el silencio y la ignominia, por no caer en las garras del
propio olvido.
Aquel lugar, donde las luchas que se viven son aleccionadoras para el alma. Porque en cada una de esas luchas renace otra más profunda: la de volver a creer en esa fe que ya se estaba esfumando para siempre en cientos de noches de desvelo.
Continuará.
Mariano
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