Se dice que uno de los precursores del oratorio de Don Bosco
fue Don Cocchi, un sacerdote que se había criado en los barrios bajos de Turín
y que, de grande, puso su mirada en los jóvenes más desamparados, ociosos y sin
instrucción que vagabundeaban por las calles y las plazas y decidió idear una
propuesta para ellos. En su oratorio, Cocchi proporcionaba encuentros
catequísticos y momentos de oración; y además, aprovechando su condición de
gran atleta, organizaba numerosos juegos deportivos para la diversión de todos
los jóvenes que participaban del oratorio.
Por su parte, Don Bosco fue madurando su propia propuesta
oratoriana hasta llegar a Valdocco. Según nos cuentan no dejaba de ofrecerse
para confesar, dar misa, llevar adelante el catecismo e incluso para enseñar él
mismo, canto, música y diversos oficios. Tampoco faltaba el momento para
compartir la comida ni los juegos que contribuían al espacio festivo. Y sabemos
que Don Bosco ofrecía mucho más que eso. Fue padre, maestro y amigo.
Indudablemente fue un hombre de Dios que se gastó la vida en amar a los Otros.
Ahora pensemos en los oratorios de hoy. Sabemos que los
tiempos han cambiado y que los oratorios se desarrollan en nuevas sociedades.
Todo es diferente. Vivimos tiempos violentos, de exclusión, de negación de la
individualidad del Otro. Pero también
vivimos tiempos en donde surgen la solidaridad y la cultura del encuentro como
alternativas a la globalización del egoísmo. Estos nuevos tiempos nos exigen
nuevas estrategias y concepciones.
Por eso es necesario repensar el oratorio y, sobre todo,
hacerlo desde una clave donboscana ¿pero por qué hacer esto? En un primer momento, da la
sensación de que muchas personas tienen un concepto reduccionista del oratorio
actual. Parecería que es un espacio donde “sólo se juega y se da la merienda”.
Es obvio que el oratorio encierra más que eso. Pero ¿realmente es así? ¿No
deberíamos repensarnos? ¿No hemos encasillado al oratorio dentro de nuestros
esquemas escolares para reducirlo a un espacio monótono y estructurado?
¿Atendemos, realmente, la juventud a la
que Don Bosco y Cocchi se acercaron? Es decir, a los que hoy en día serían los
jóvenes en riesgo, amenazados por la pobreza, la droga, la violencia y la
exclusión social.
Deberíamos preguntarnos si es concebible un oratorio fuera
de estos márgenes. Tanto Cocchi como Bosco tenían algo en común: los
destinatarios. Pensar los destinatarios de esos tiempos es pensar a los pobres
de hoy en día. Aquellos que mueren antes de tiempo. Aquellos que conocen
(porque lo sufren en carne propia) de puños y golpes pero no de bondad y de
ternura. Aquellos que no comen todos los días, y que suelen pasar frio. Aquellos
jóvenes que se mueren bajo las balas de los narcos ante la mirada cómplice del
Estado, y que, para colmo, la televisión y los diarios utilizan para exhibirlos
como primicias de su morbo informativo. Ahí es cuando temblamos, lloramos,
gritamos, no podemos más, porque se nos va otro pibe, que, paradójicamente, no
es “otro”, sino que es “uno”. Un pibe único en la historia. En ningún punto del
entrecruzamiento de las líneas espacio-tiempo va a coincidir una vida con otra.
Y eso es un milagro.
Es indispensable pensar un oratorio, desde Don Bosco, con
estos destinatarios. Y eso nos lleva a la inevitable pregunta que nos confronta
y surge en nosotros mismos cuando trabajamos en los barrios: ¿Alcanza lo que
estoy haciendo? Es una pregunta de difícil respuesta. De lo que podemos estar
seguros, es que cae de maduro que no podemos reducir nuestra acción a unos
pocos juegos, un momento de catequesis y una merienda.
Alguno podría decir que cuando Don Bosco se vio forzado a
escribir un reglamento oratoriano estableció que “el objetivo del Oratorio
festivo es el de entretener a la juventud en los días de fiesta con agradable y
honesta recreación después de haber asistido a las funciones sagradas en la
iglesia” (Reglamento del Oratorio
Festivo)
¿Pero acaso los tiempos en que vivimos no nos exigen algo
más? ¿No nos piden que vayamos donde los jóvenes más sufren? ¿Seríamos capaces
de desaprovechar la experiencia pedagógica de Don Bosco y perder la oportunidad
de salvar tantas vidas? Es obvio que la cuestión de fondo no está en el buen
uso o no de la palabra “oratorio”, sino en la profunda interpelación de nuestra
misión como salesianos.
Y no pensemos sólo en conceptos, sino también en
estrategias. No se trata únicamente de volver a la tierra sagrada de plazas y
barriadas enarbolando la bandera de pobreza cero. Es necesario también repensar
el cómo nos acercamos y acompañamos a los jóvenes y qué propuestas tenemos para
combatir la situación de riesgo en la que se hallan. Esto implica abrir la mirada
y caminar al encuentro del Otro, ir
donde la verdad grita y donde ser joven es peligroso. Significa aprender a
trabajar en red con las distintas instituciones barriales de esta sociedad pluricultural
y diversa. Se trata, también, de convertirse en misionero y visitar casas,
familias y dolores ancestrales. Implica comprometerse social y políticamente
(lo que no implica adherir a un partido político) para tratar de lograr cambios
consistentes y duraderos. Como salesianos laicos y consagrados, poco a poco
vamos tomando conciencia de esto y hemos empezado a vivir una historia de
encarnación.
Repensar el oratorio y la misión, es comenzar a intuir que
la historia se juega en nuestras calles. Y es algo inevitable y primordial que
debemos hacer. Nosotros mismos hemos construido el camino para que, algunos
piensen, que el oratorio, hoy en día, no
se compromete de fondo con nuestra realidad social. Es tarea nuestra, entonces,
repensarnos, poner manos a la obra y mirar desde los ojos de Jesús y de Don
Bosco, porque, como cantó Eduardo Meana en Santo callejero, “tu mirada de santo
no está llena de nubes Juan Bosco, santo callejero, sino de rostros de hijos
queridos y de fatigas, de amor y caminos.”
Mariano
CULTURA DE BARRO

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